El lado oscuro de las cocinas gourmet
Cómo los aprendices de chef se forman entre jefes infernales, jornadas eternas y trato humillante
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Agustina López
DOMINGO 28 DE AGOSTO DE 2016
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Sebastián Rivas Proia está parado frente a las hornallas. Sostiene dos viscosos trozos de merluza negra, de un color grisáceo, mientras mira dubitativamente una sartén que chisporrotea en el fuego. Una nuez de manteca comienza a derretirse y entonces coloca el pescado, procurando no moverlo demasiado. Si se rompe, es hombre muerto; la merluza negra es muy costosa. Debe esperar a que se forme una costra dorada y recién ahí dar vuelta los filet. Pasados unos minutos, que se le hacen interminables, coloca la espátula debajo y advierte que algo anda mal: la carne está pegada al fondo; se pasó de cocción y un leve olor a quemado lo delata. Casi en pánico, trata de seguir con su tarea hasta que un golpe seco lo deja sin aire. El chef, Dante Quaglieri, le grita en italiano mientras sostiene en alto el puño que acaba de hundirle en la espalda. Hacen más de 40 grados en la cocina, pero el aire se congela para Sebastián. Quaglieri detiene las tareas de todos. Con un público inquieto que lo observa obediente, toma la sartén y la lleva lentamente al tacho de basura. Dos golpes secos en el borde y despega los filet. Las merluzas caen al olvido y el trabajo se reanuda sin chistar. "Estás suspendido por una semana", escucha Sebastián. El chef sale de la cocina, dejándolo con las manos vacías en medio del servicio y la humillación ardiéndole en la cara.
Pasaron más de veinte años de esa experiencia en la cocina del Park Hyatt, pero Rivas Proia, de 46 años, hoy chef y dueño de Amici Miei, restaurante de cocina italiana, sigue agradecido al chef Quaglieri por mostrarle el sacrificado mundo de la cocina tal cual era. "Aprendí las bases que me servirían para el resto de mi carrera", sintetiza.
"El ambiente gastronómico siempre fue duro y extremadamente militarizado, pero así es como se logra mantener el delicado engranaje necesario para que funcione una cocina y puedas servir a los comensales en tiempo y forma. Si uno se equivoca, entorpece al resto. Yo me comí muchos retos y algunos golpes, pero esa es la forma de aprender", dice.
La alta gastronomía está cubierta de glamour. Los restaurantes de moda ofrecen un ambiente agradable, comida de excelentísima calidad, vinos caros y una atención de primera. Sin embargo, detrás de las puertas de la cocina la historia es otra: trabajo pesado, maltrato y una paga magra mantienen, generación tras generación, a un ejército de estudiantes, ayudantes de cocina y cocineros inclinados sobre fuegos abrasadores y cuchillos afilados, muchas veces en medio de incesantes gritos de chefs ejecutivos con poca paciencia. Los aprendices luchan por formarse profesionalmente en medio de jerarquías rígidas, jornadas laborales eternas y la presión permanente por sacar los platos a tiempo. El complejo arte de cocinar tiene sus mañas y caprichos, que ceden ante unos pocos, pacientes y, sobre todo, apasionados.
Quienes se abren camino en la carrera saben a lo que se enfrentan y lo viven como el sacrificio que demanda toda pasión para pertenecer a un mundillo exclusivo de triunfadores escasos y que deja muchos por el camino. Una suerte de viacrucis gourmet, donde la última estación es un paraíso agridulce que otorga recompensas y cierto reconocimiento, pero nunca libera a quien lo alcanza.
El episodio de las merluzas negras tendría lugar en la vida de Sebastián algunos años después de que se decidiera por la gastronomía. Primero, le sirvió trabajar un tiempo como bachero y luego pelando papas y cebollas en la cocina del hotel Plaza. "Allí hice la colimba de la cocina. Fue duro, me comí mil puteadas", recuerda Rivas Proia sin resentimiento. También se nutrió de algunas máximas que no le enseñaron en la academia: no existen los horarios en la gastronomía, la jornada concluye cuando no queda más trabajo; el derecho a que le compartan una receta se gana trabajando "como esclavo durante meses"; la eficiencia es la clave para pasar desapercibido y, por lo tanto, sobrevivir al muchas veces tirano chef ejecutivo; un trapo seco para sacar las cosas del horno vale más que el mejor cuchillo.
Hoy Sebastián dejó atrás gran parte del escarpado camino que le permitió adquirir experiencia y tiene su propio local. Su éxito en la cocina y su vida personal le dejaron un saldo complicado, difícil de balancear: un restaurante exitoso, un divorcio difícil, cientos de cumpleaños y navidades trabajando, una relación amorosa pero complicada con sus dos hijas, insomnio crónico y una visceral pasión por la comida italiana y el oficio de cocinar para que otro lo disfrute.
Fernando tiene 23 años y hace nueve meses está haciendo una pasantía no rentada por un año en el Bistró Guggenheim de Bilbao, en España. A diferencia de Rivas Proia, él está comenzando su carrera y sabe que un año de experiencia en una cocina europea será un buen currículum para cuando regrese al país y quiera aplicar para un restaurante local de categoría. Sin querer revelar su verdadera identidad, él reconoce que la gastronomía es un trabajo duro y que sufrió algunos maltratos, "los habituales", en el tiempo que lleva trabajando.
En su primer mes de trabajo, a Fernando le tocó limpiar la heladera del local, tarea temida por quienes conocen al chef y que saben que no admite equivocaciones. Con cuidado, desinfectó los estantes, revisó los contenedores y olfateó los cajones de verdura en busca de vegetales podridos que podrían costarle la cabeza. Afuera lo esperaba el chef, que procedió a inspeccionar la tarea. Si salía con las manos vacías, estaba salvado por ese día. Cuando emergió de la heladera, Fernando palideció: el chef llevaba en una mano, sostenido entre el pulgar y el índice, un papín andino del tamaño de una nuez con una mancha de moho. "¿Tú le servirías esto a los clientes?", le preguntó a Fernando y sin esperar respuesta le aplastó la papa en la nariz. "Dime, ¿tú le servirías esto a un cliente? ¿No? ¿Entonces qué está haciendo en mi heladera?". Fernando recuerda la escena con gracia, aunque también como una enseñanza de que en la cocina de calidad no se admiten medias tintas.
"El miedo es útil. Terminás trabajando al máximo, dando lo mejor por temor a la represalia", dice y asegura que durante el servicio los gritos e insultos son algo frecuente. Joder tío, que te apures con eso; ¿Qué mierda les pasa hoy que están tan lentos?, o Coño, coño, coño son algunos de los mantras que más circulan durante los turnos. Además, reconoce que es un oficio donde quejarse no está dentro de las reglas, la división de tareas es difusa y la exigencia sobre el cuerpo es mucha. Su turno comienza a las 7 de la mañana y finaliza alrededor de las 17, pero si esa noche hay un evento, el horario se estira hasta bien entrada la madrugada y al día siguiente hay que presentarse a la hora de siempre.
El rubro gastronómico tiene cientos de chefs obreros como Fernando. Esos que permanecen en las sombras, que trabajan duro, que obedecen órdenes, descongelan las carnes, pican kilos de cebolla, descargan en sus espaldas patas de cordero o medias res del camión y limpian las heladeras. Ayudantes, asistentes y aprendices, al servicio de unos pocos tocados por la varita, que logran lucirse y destacarse. Dentro de la segunda categoría está Fernando Trocca, dueño del restaurante porteño Sucre y de una reconocida trayectoria tanto en la Argentina como a nivel internacional.
Con un profundo amor por la gastronomía inculcado desde su infancia por su abuela Serafina, se forjó trabajando desde abajo. "Es la mejor manera de aprender, la que te muestra esta vida como realmente es: sacrificada. En los comienzos, siempre te toca trabajar muchas horas, de noche y los fines de semana, cuando todos tus amigos se están divirtiendo. Hay mucho estrés y mucha presión por lo que si no sos un apasionado, es muy difícil de llevar adelante"
Trocca reconoce que tuvo experiencias de maltrato, sin embargo, sostiene que como jefe busca el trabajo en equipo y más relajado. "La cocina demanda un trabajo muy duro al que, si encima le sumás gritos y maltrato, se hace insoportable. Si hacés sentir a la gente tranquila y en confianza lo que se obtiene siempre es mejor", explica.
Donato De Santis también se encuentra en el tope del escalafón aunque no sin haber luchado por ello. "Al principio sufrí todo lo que hay que sufrir en este oficio: el desarraigo, el cansancio, los horarios mezclados, la grasitud, la necesidad constante de mantener todo limpio." Y también el maltrato. "Maltrato hoy se considera a una llamada de atención. En otra época quizás te golpeaban con una silla en la espalda. Era casi normal. Una patada en el traste, un cucharazo. Lo recibías y lo entendías. Hoy llegás a hacer eso y vas a juicio directo, agrega el italiano, que durante la década del 70, mientras terminaba la academia, fue pasante en un catering en Milán que hacía la comida para eventos de tenis. Si se equivocaba, el castigo era un sartenazo; perder el ritmo implicaba un cucharazo o un chirlo con una toalla húmeda.
"Más que abusos, eran situaciones de macho versus macho. Era cuestión de aguantarlo un poco y después ya te dejaban tranquilo. Había que pagar el derecho de piso para que entendieran que eras bueno, que servías", explica el chef.
Como jefe, De Santis se reconoce "exigente, aunque flexible". "Entiendo los problemas de la gente; hay situaciones que tengo en consideración, pero a la hora de servir un plato, es el plato y nada más. Si el bife está crudo o demasiado cocido, no hay compromiso y eso me enoja. Las cosas tienen que salir siempre bien", aclara. Trabajar sin margen de error no es una obsesión del chef, sino más bien un mandato del comensal que no perdona ni da segundas oportunidades. "Hay un pelo en el plato y se te desarma todo lo que fuiste armando y no hay cómo arreglarlo. No se puede volver el tiempo atrás, el comensal pasa a tener el poder sobre el chef en vez de ser al revés."
Una cómoda sucesión de momentos agradables para el comensal implica una rigurosa estrategia y duro trabajo en equipo por parte del personal de un restaurante gourmet. La dinámica es similar a la de un ejército en pleno zafarrancho de combate tratando de pasar la noche sin bajas: platos servidos a la perfección, sin quejas ni devoluciones. Los mozos contienen a los comensales, les sirven y los aconsejan. Los pedidos marchan hacia la cocina, la trinchera, donde el chef ejecutivo emplea sus recursos al máximo. Finalmente, el trabajo pesado recae sobre los asistentes de cocina que se debaten entre la velocidad de preparar un plato y la habilidad para hacerlo sin rebanarse un dedo o quemarse la chaqueta. El último, pero esencial eslabón, es el del bachero, soldado anónimo que mantiene a raya el desborde de vajilla que amenaza permanentemente con estropearlo todo.
Un batallón en la trinchera
A Rodrigo Calderón, de 36 años, esta situación lo roza tangencialmente. Sommelier exitoso, también forma parte de la intrincada red de eslabones que envuelve a la alta cocina, pero su trabajo le permite ser un destacado observador de la dinámica tanto en el salón como tras bambalinas, en la cocina. Es una pieza esencial en el mundo gourmet, pero con un pasar más mullido. Acompaña, recomienda, marida. Su primer acercamiento con el maridaje fue cuando el chef Jean Paul Bondoux, dueño del exclusivo restaurante La Bourgogne en Uruguay, lo invitó a trabajar para su equipo de sommeliers. Sin dudarlo, armó sus valijas y se quedó toda la temporada de verano
"Ahí aprendí la verdad de la profesión y también que la única forma de conquistarla es con esfuerzo. Jean Paul tiene un código laboral muy estricto, que se convierte en un código de supervivencia para uno. Nunca podés tener la ropa sucia, hay que ir con el pelo corto, bien afeitado. No podés sentarte, los horarios de comida son dispersos. No podés tomar o comer lo que se vende. Y está, obvio, el personaje de Jean Paul, que gritaba mucho entonces", explica Rodrigo.
La anécdota que más recuerda se dio una tarde, cuando recién terminaba el servicio del almuerzo y Bondoux se preparaba para tomar un café "negro y sin azúcar", como todos los días. Rodrigo limpiaba las copas y las guardaba con cuidado en un aparador, lo que le proveía un ángulo perfecto para espiar la situación. Una de las camareras se acercó al chef con su café, un platito y una cuchara que le dejó sin mediar palabra. Antes de que se fuera, Bondoux le preguntó: "¿Qué es esto?". "Una cucharita", respondió la moza, que no advirtió que se trataba de un utensilio de banquete, de menor categoría del que se usa en el restaurante. "Yo tomo el café negro, no necesito cuchara y menos ésta, que es horrible", le lanzó Bondoux y la dobló por la mitad. "Tráigame el cajón en donde las guardan." La camarera cumplió y depositó ruidosamente la bendita caja de cucharas sobre la mesa. El chef se paró, la miró y le vació sobre la cabeza todo el contenido. Las cientos de cucharitas repiquetearon un instante en el suelo y después todo el lugar quedó en silencio. Ella se fue corriendo, él volvió a su café. "Al día siguiente, la chica se presentó a trabajar como siempre. Realmente necesitaba el trabajo".
Fue también en La Bourgogne, cuando ya contaba varios veranos allí, en 2010, que Calderón conoció a un chef, orgulloso portador de estrellas Michelin, que lo invitó a trabajar para su restaurante en Francia. "Trabajé los primeros tres meses gratis porque me apasionaba el lugar. Quería aprender del mejor y demostrar mi trabajo. Trabajar ahí es una aventura donde tu mejor versión no alcanza. Es un restaurante complicado, con un menú de entre diez y quince pasos, que demandan distintos maridajes, una copa nueva cada vez que se sirve. Hay muchas cosas que tenés que asimilar rápido porque enseguida salís a la cancha. Es Fórmula 1", explica Calderón, que prefiere no dar mayores precisiones del lugar.
Una de las experiencias que más lo marcó la vivió en su primer año allí. Era una noche calurosa y el restaurante estaba colmado. Dos críticos ocupaban una de las mesas del fondo del salón, sumando presión en la cocina. Había que lucirse. El chef esperaba agazapado detrás del mostrador a que llegaran los platos para revisarlos meticulosamente antes de que salieran, y coronarlos con la hierba precisa. Romero, tomillo, orégano, salvia. La correcta puede realzar los sabores, la equivocada, hundirlos.
El encargado de lavar y separar las hierbas esa noche, un aprendiz mexicano que se había incorporado al staff el día anterior, depositó en las manos del chef una bandeja que todavía goteaba y en donde las aromáticas estaban todas mezcladas entre sí. Error garrafal. Los preciados segundos que se tardarían en desenredar los palitos y las hojas era una demora inaceptable para las ligas mayores. El chef levantó la vista y le pidió explicaciones. Encogiéndose de hombros, el aprendiz respondió: "Es lo que hay". En una cocina que ya estaba caldeada, estalló. Con una mano lo sujetó del cuello de la chaqueta y con la otra manoteó una lámpara que se usaba para calentar los platos y le quemó la oreja. Lanzándole la bandeja de nuevo pero ya sin mirarlo, lo envió a rehacer el trabajo, esta vez sin errores. "Al día siguiente, el chico se disculpó con todos por no estar a la altura y renunció. No es un trabajo para cualquiera."
Trabajo pesado, exigencias constantes, horarios no compatibles con una vida social y chefs alterados son algunos de los componentes de esta variopinta profesión. El chef Anthony Bourdain, conocido internacionalmente por su humor ácido y su pasión por la cocina callejera, elabora en su libro Confesiones de un chef un crudo, auténtico e hilarante relato de lo que implica el trabajo en la cocina. Una suerte de biblia para el recién iniciado. Allí describe todo lo bueno y todo lo malo de un mundo que ama, pero que es capaz de destrozarle los nervios a cualquiera que no esté preparado.
"El heroico cocinero de la cadena no puede permitir que lo dejen fuera de combate el berreo, los gritos frenéticos de «¿Todavía no está listo?», las largas y potencialmente confusas listas de «¡Marchen!». En la mayoría de las cocinas, las inclinaciones personales cuentan poco o nada. ¿Puedes mantenerte en pie? ¿Estás listo para el servicio? ¿Puedo contar con que mañana aparezcas en el trabajo para no hacerme quedar mal? Eso es lo que cuenta y esa es la aventura". Quien ingresa en esta profesión y quien ya conoce sus recovecos, cae, casi por obligación para salir a flote, en rescatar el encanto no convencional y en enaltecer el sacrificio que demanda trabajar para que otros disfruten por el instante que dura el acto de comer.
Link a la nota: http://www.lanacion.com.ar/1931599-el-lado-oscuro-de-las-cocinas-gourmet
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