Por qué las etiquetas nos engañan
Aventurarse entre las góndolas más estridentes del supermercado y elegir sobres, cajas, potes y latas es dar por buena la religión que se fundó con este sistema alimentario. Creemos. Y avanzamos como fieles peregrinos entre góndolas que son altares abundantes, generosos, alegres. Nuestro camino es amigable, hiperiluminado, seguro y nos permite dar rienda suelta a la fe que sintamos por esas marcas que viven más que nuestros abuelos y que, como ellos, tiene reservado para nosotros puras cosas buenas que nos nutren en cuerpo, mente y emociones.
¿EXAGERADO?
Bueno, se puede decir también así: hace demasiado que, con la guardia baja, el consumidor promedio compra granola, yogures con copos, galletitas rellenas y comida congelada porque cree en esa bomba perfecta contra la verdad que son la publicidad y el marketing desplegado en canciones pegadizas, actores, deportistas, profesionales de la salud y frentes de envase. Detonado el artefacto no permite nada: ni pensar que dos litros de jugo de naranja no pueden venir encerrados en un polvo de 35 gramos, ni que algo que dice light en realidad engorda lo mismo que su contraparte, que no dice nada pero cuesta la mitad. Tampoco que una galleta amarronada está pintada con colorante y hecha de lo mismo que la que prefiere comer un nene de 10 años, ni mucho menos que algo avalado por una sociedad de nutrición, del corazón o de la alimentación infantil va a estar desbordado de azúcar.
Si bien la información está ahí, a la vuelta del paquete -donde aparecen los colorantes, edulcorantes, azúcares, harina refinada y la grasa hidrogenada que asegura no ser trans-, para llegar a eso hay que sortear varios impedimentos. Aparte de la fe, claro. La letra diminuta, impresa justo ahí donde el doblez del papel no permite la línea corrida ni el no contraste: blanco sobre transparente, verde sobre azul, naranja sobre rojo. La información encriptada en INS y números que hay que: a) memorizar, b) googlear, c) omitir. O las cantidades: Tiene azúcar: OK. ¿Cuánto? 15 gramos ¿Es mucho? Por porción no pareciera, hasta que la porción es medio alfajor o un cuarto de taza de cereal o un vaso de tres que tiene la botella individual de agua saborizada.
Ese aturdimiento de los consumidores es una de las situaciones más urgentes sobre las que hay que trabajar según la Organización Mundial de la Salud; una institución que no tendría nada que ver con todo esto si no fuera porque el consumo ciego y la confianza devocional en la industria devino en pandemias como obesidad, diabetes tipo dos y niños de 8 años hipertensos y con el hígado de un anciano que vivió una vida entre tabernas. Para combatir lo que amenaza ser el gasto en salud pública más importante de los países desarrollados y el empujoncito a la quiebra para los que eternamente se tambalean como el nuestro, los expertos indican focos de acción bien concretos. Sincerar la composición de la comida, ver si sobrepasan los límites sugeridos por una institución rigurosa y confiable como la Organización Panamericana de la Salud y expresar el resultado en rótulos claros que le digan a uno de frente qué es lo que está comprando. Con esa misma información es fundamental regular la publicidad de los alimentos que resulten altos en algunos de los nutrientes que más problemas están generando: azúcar, sal y grasas saturadas. Derramar un poco de honestidad en los comerciales y aplicar una cuidadosa depuración sobre los que están orientados a tentar a las víctimas más víctimas de este problemón: los menores de 12 años. En la misma línea, la OMS sugiere borrar de la escena regalos, juguetes, personajes y promociones que incitan la compra nublando la razón, quitar de los colegios primarios los alimentos más problemáticos y no permitir la publicidad de eso mismo en los lugares donde los chicos se entretienen: la tele, la web, los juegos electrónicos. Desalentar la compra de lo que está haciendo daño. Lo antes que sea posible, gravarla con impuestos. Desminar el terreno y dejarlo abierto para que vuelva lo único que necesitamos comer para estar sanos: la comida real.
LA NEGRA VERDAD
Si bien las consignas parecen fáciles y directas, y están amparadas en un análisis exhaustivo de la evidencia que existe, la industria, que basó en la grasa, el azúcar y la sal la expansión de su negocio, que desplegó un ejército poderoso que cuenta como aliados estratégicos, con las mismas sociedades científicas y profesionales, a los que les esponsorea los congresos y les paga por el logo. Encargados de repetir que no está comprobado que nada de eso sirva, que de tanto simplificar se va a empeorar el problema, que no hay que demonizar los alimentos y que todo puede ser parte de una dieta equilibrada, el abecé de la defensa se reproduce en medios de comunicación, suma adeptos y llega en forma de asesoría al desarrollo -o no- de políticas públicas. Si bien todas las medidas están en la línea de fuego, el rotulado -nada menos que la última instancia de comunicación entre el cliente y el producto- ha sido el más combatido.
Haciendo foco en la región, Brasil pudo sostener una importante cruzada contra la publicidad y el marketing dirigido a menores de 12 años prohibiéndolos completamente, pero todavía mantiene discusiones sobre cuál sería el correcto etiquetado. México logró introducir un impuesto a las bebidas azucaradas, regular algunas de las publicidades orientadas a niños, pero sus rótulos siguen siendo difíciles de entender para la mayoría. Así, los dos casos que están a la vanguardia en esto de exigir cierta información en el frente del envase son Ecuador y Chile.
El primero siguió el camino que inauguró Inglaterra en 2013 y aplicó un semáforo nutricional. Se trata de evaluar el perfil de grasa, sal y azúcar cada 100 gramos o 100 mililitros que puede tener un alimento y estipular si es alto (rojo), medio (amarillo) o bajo (verde). "A partir de ahora, como quien quiere fumar sabiendo el daño que hace, quien quiera comer comida chatarra, problema de ellos. Son libres de hacerse daño con la alimentación, pero el deber del Estado es informar", dijo Rafael Correa cuando sancionó la ley dentro de un Plan por el Buen Vivir.
Chile, que por esa misma época comenzó a debatir una ley integral de educación y mejora alimentaria, estudió el impacto de ese etiquetado y desarrolló uno que resultó más impactante: una señal de Alto, pintada de negro, que indica excesos en los mismos nutrientes críticos (grasa, azúcar y sal), agregándole al paquete de información un destacado para las calorías. Además, ajustó los límites volviéndolos un 25 % más exigentes que los de Ecuador. Por ejemplo, mientras que en Ecuador una bebida es alta en azúcar cuando tiene más de 7,5 gramos en 100 mililitros, en Chile es alta con solo 5 gramos. En un alimento sólido de 100 gramos, para Ecuador más de 600 miligramos de sal es alto, mientras que para Chile son 400. Aunque, para morigerar el impacto que eso podría ocasionar en la industria, hasta 2019 los límites permitidos por el gobierno chileno serán del doble.
Cecilia Castillo es médica pediatra con un doctorado en Nutrición Humana; ha trabajado en el Ministerio de Salud de Chile muchos años y se involucró en el desarrollo y defensa de la ley conocida como Súper 8 desde el arranque. Es una profesional aguerrida, activa en las redes sociales y crítica de lo que resultó después de tantos años de debate, aunque valora que sea mejor que nada. "Si bien al momento los niveles exigidos para etiquetar algo son bastante laxos, fíjate cómo sirven para mostrar a los consumidores muchas cosas que ellos creían y no lo eran", dice y enseguida aparecen cientos de ejemplos. Porque, al igual que había ocurrido en Ecuador con las señales rojas, la negra verdad amaneció impresa no solo en galletas, golosinas, jugos, gaseosas, pollos y hamburguesas que resultaron ser altos en lo obvio (grasa y sal) y también en azúcar. A su vez se detectó una gran cantidad de productos light que terminaron siendo altos en calorías y azúcares. Otros que decían ser reducidos en sodio se descubrieron altos en sal y los bajos en colesterol altos en grasas.
¿Estaban infringiendo los fabricantes alguna ley y de repente quedaron expuestos?
"No. Se escudaban en lo mismo que ahora, lo que les permiten los códigos".
Contorsionistas dialécticos, en Chile -al igual que acá- un producto puede ser light, reducido o o % y significar absolutamente nada, lo contrario o llegar a la góndola con una diferencia nutricional tan mínima que es imposible que el cuerpo lo note. Y todo figura en la letra chica, junto con sabor a, que no es lo mismo que sabor de, aunque en esos casos dicen más que adjetivos vaciados de sentido como natural, casero o integral. En Chile esto continuó la discusión que empezó en Ecuador: ¿un producto destacado con alguna supuesta ventaja nutricional podía mantener su sello si resultaba alto en? Para Castillo no hay dudas: "No. De ninguna manera", dice. "Esos rótulos no deberían estar permitidos porque no son éticos. Un académico o alguien que sabe un poco de nutrición puede llegar a interpretar la verdad detrás del enredo, pero para un cliente común -a quien va orientada la ley- es hacer las cosas más difíciles: lo están poniendo a debatir entre lo que dice el Ministerio de Salud y lo que dice su marca predilecta".
EN BUSCA DE LA ETIQUETA PERFECTA
Algo inquietante de la verdad: apenas asoma, hay quienes no quieren nada y otros que solo quieren más. Entre los que siguen la ruta incómoda están los que cuestionan que las alarmas no coinciden del todo con la calidad nutricional del alimento en cuestión. Una gaseosa light, por ejemplo, quedaría libre de alertas y verde ante un semáforo, ¿la vuelve eso saludable? ¿O solo inaugura como saludable la vía de la síntesis que sigue alejando a las personas de la comida que nutre? Y también desde el contrario, ¿un paquete de castañas de cajú o un chocolate hecho con cacao al 75 %, marcado con el rojo del semáforo en grasas o un alto en, haría que las personas dejaran de elegirlos?
"Yo creo que hay cosas que tienen que ser corregidas. Sobre todo porque uno de los propósitos de los alimentos que incluyen alto en es quitarlos de las escuelas. Y no querríamos que ese espacio quedara habilitado a edulcorantes cuando lo recomendable es agua. Pero partimos con lo que se puede y, probablemente, en el camino lograremos hacer correcciones", dice Castillo.
Hace cuatro años, la periodista brasileña Francine Lima terminó una maestría en Nutrición y Salud Pública, hizo su tesis sobre etiquetados nutricionales y abrió un espacio con sede en YouTube -Canal do Campo à Mesa-, desde donde despunta el vicio de mostrar a las personas qué información deberían tener en cuenta para que no sean las marcas las que elijan por ellos. Con más de 100.000 suscriptores, Lima viene desde entonces estudiando cuál es la comunicación más honesta posible, y a esta conclusión llegó: "Primero, lo que no debería tener una etiqueta: nada que favorezca el engaño. Ni natural, ni sin colesterol, ni recomendado por, ni fuente de vitaminas. Lo que debería tener es una lista de ingredientes destacada y legible, con una declaración preferentemente gráfica de cantidades. Finalmente, debería figurar el grado de procesamiento del producto", dice.
Fresco (frutas, verduras, carnes), mínimamente procesado (legumbres, café, harinas), procesado (enlatados, ahumados, conservas), ultraprocesado (galletas, snacks, postres lácteos, bebidas azucaradas): la clasificación a la que hace referencia Lima es la avalada y difundida por la Organización Panamericana de la Salud, que dio origen a las guías alimentarias brasileñas, la referencia a la que aspiran llegar los profesionales de la salud destacados en el mundo. "Elija alimentos de verdad, cocine, no coma ultraprocesados", es lo que explican haciéndoles a los comensales fácilmente descartable una cantidad de productos que no necesitan y que curiosamente tienen tomada la mayor superficie del supermercado.
"Creo que el problema de los rotulados que existen hasta ahora es que tal vez no sea posible reunir en un único símbolo todos los problemas a los que una persona se puede enfrentar", dice Lima. "Sin embargo, algo encontré. En el sitio americano Good Guide está la propuesta de puntuar los alimentos del 1 al 10 en tres parámetros: el nutricional, el de impacto ambiental y el de impacto social. Es importante que el origen de esas notas sea riguroso. Pero una vez establecido, combinar eso con un semáforo puede funcionar".
Aunque quizás todo sea más simple que eso. En 2010, después de haber publicado El dilema omnívoro, uno de los libros más importantes que existen para entender el problema que nos ocasiona este sistema alimentario, el periodista norteamericano Michael Pollan escribió una breve guía para orientar a las personas en el buen comer. Tres frases lo resumen: "Si se llama igual en todos los idiomas no es comida". "Evita comer los alimentos que finjan ser lo que no son". Y la última: "Siempre que puedas aléjate del supermercado". La comida más importante, la única imprescindible, es el ingrediente y se ofrece sin más etiqueta que el precio en mercados de productos frescos. Si la suerte está de nuestro lado, además, fue producida sin máscaras por personas y lejos de cualquier estrategia de guerra. El resto, por ahora, es dedicarle horas y horas al análisis de etiquetas hasta llegar a algún producto conveniente. O creer y reventar.
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