martes, 11 de febrero de 2020

Clarín - Ciudades - Gloria, caída y resurrección de la Confitería del Molino

Gloria, caída y resurrección de la Confitería del Molino

Estuvo 20 años abandonada. No la demolieron de milagro. Cómo es la puesta en valor de este emblemático edificio que marcó el pulso porteño en el siglo XX.


Miguel Romero trabaja colgado de un arnés, a más de setenta metros de altura. Con solo girar la cabeza, se topa con la cúpula del Congreso de la Nación. Desde esta posición, la tiene a unos doscientos metros en línea recta. Y si observa en diagonal hacia abajo, ve que los peatones se mueven como hormigas entre Callao, Rivadavia y la Plaza de los dos Congresos.
Más allá de la espectacularidad del paisaje urbano y el vértigo de la escena, el suyo es un trabajo totalmente artesanal, donde la paciencia es lo que manda. Ahora mismo, cepilla con dedicación y humedece con un rociador de jardín una por una las teselas que revisten la fachada de la mítica cúpula. ¿El objetivo? Lograr que las 6.500 piezas de vidrio y polvo dorado luzcan como en la fecha de su estreno, allá por 1917.
Romero es uno de los más de cien obreros y especialistas que participan de un proyecto histórico: la restauración de la Confitería del Molino (a cargo de una comisión Bicameral del Congreso de la Nación), edificio de 7.600 metros cuadrados y cinco plantas que desde su cierre, el 24 de enero de 1997, sufrió dos décadas de deterioro y abandono.
En poco más de un año de trabajo, ya se recuperaron decenas de paños de vitrales (aunque el trabajo es arduo: el total de estas ventanas con aires de la belle époque llega a 1.200 metros cuadrados), se restauraron 254 metros de fachada, 150 metros de estucos y los salones principales ya no lucen en ruinas.

Artesanos trabajan para recuperar el brillo de las aberturas del edificio.  /Juano Tesone.
Artesanos trabajan para recuperar el brillo de las aberturas del edificio. /Juano Tesone.
El Molino es uno de los edificios más emblemáticos de Buenos Aires. Durante todo el siglo XX, las grandes personalidades de la cultura argentina tomaban café aquí.
Allá se sentaba Pichuco”, nos cuenta Enrique Mendoza, quien trabajó como mozo de la Confitería entre las décadas del ‘60, ‘70 y ‘80. Habla de Aníbal Troilo y su recuerdo sigue así: “Era un tipo especial. Cuando llegaba se pedía una botella de Don Valentín para él solo. La Griega, como le decían a la mujer (Ida Dudui Kalacci), se quedaba parada al lado. Él sabía lo que les gustaba a sus amigos. Cada fin de año nos pedía que le armásemos un canasto a cada uno. A Mariano Mores le mandaba un buen champagne y turrones de almendras españolas. Al Polaco Goyeneche, una botella de Chivas. Y a Edmundo Rivero, algún whisky y unos buenos vinos. Quería que los paquetes estuvieran bien adornados y nos daba una buena propina”.

La tercera cámara

Así llamaban a la famosa Confitería por ser el espacio donde arrancaba la rosca política. “Alfredo Palacios llegaba elegante antes de las sesiones en el Congreso”, cuenta Mónica Capano, que es una de las antropólogas que se encarga de recuperar la historia del lugar. Arturo Illia, en sus tiempos de diputado, leía allí los diarios sábana, “para los que tenía toda una técnica de doblado”, mientras esperaba a quien sería su compañero de fórmula presidencial, Carlos Perette.
La idea era revolucionaria: un edificio Art Noveau pero con una base de hierro, similar a las construcciones de Chicago del 1900.
Durante años, una versión juraba que el mismísimo Juan Domingo Perón había tenido su propia mesa. Según Mendoza, “eso es falso”, y todo formó parte de una movida publicitaria, lo que hoy en la jerga se conocería como un PNT.
“Se había armado la situación para que la registraran los fotógrafos. La idea era mostrarle a la prensa que Perón había ido a tomar el té a la Confitería del Molino. El general entró por Callao junto a Isabelita. Vestía un sobretodo beige. Se sentó un minuto a una mesa que se le había preparado para la ocasión y salió por Rivadavia, donde en ese momento había una playa de estacionamiento y lo esperaba el coche”, afirma el mozo que, después de retirarse en 1984, comenzó a trabajar para el Congreso de la Nación.

Los vitrales de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.
Los vitrales de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.
Más allá de los grandes nombres de la política y la cultura, El Molino marcó el ritmo de la vida social porteña de la década del ‘20 en adelante. “Durante mucho tiempo creímos que las familias aristócratas porteñas, como los Pereyra Iraola o los Pellegrini, utilizaban este lugar como salón de fiestas. Pero, viendo los registros, nos damos cuenta de que ellos hacían sus reuniones en sus palacetes. Las fiestas eran de la gente acomodada –no de la aristocracia–, aunque a medida que el país se fue democratizando se celebraron aquí cada vez más casamientos y bautismos de las clases medias”, revela Capano.

Las tareas de restauración abarcan desde las puertas y ventanas hasta los estucos de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.
Las tareas de restauración abarcan desde las puertas y ventanas hasta los estucos de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.

El padre de la criatura

Cayetano Brenna es el nombre clave en esta historia. A mediados del siglo XIX, este pastelero italiano nacido en Milán deleitaba a Buenos Aires con sus dulces desde la Confitería del Centro (ubicada en la calle Rodríguez Peña), que en 1866 pasó a llamarse Confitería del Molino. Compartía los hornos con su colega Constantino Rossi.
La línea de tiempo dice que, en 1904, Brenna va a consolidar su fama, mientras que Rossi seguirá otro camino. El milanés decide comprar la esquina de Callao y Rivadavia, y mudar a ese solar la Confitería del Molino. La calidad de la pastelería más la ubicación inmejorable disparan el éxito.
Hacia 1911, Brenna suma los edificios linderos de Callao 32 y Rivadavia 1815 para extender su imperio. Al mismo tiempo, con su gastronomía sigue formateando el paladar de los porteños. ¿Sus clásicos? Merengues, panettones con castañas, pan dulce, marrón glacé. ¿Sus invenciones? El Leguisamo, llamado así en honor al célebre jockey, y el Imperial Ruso (“que hay que cortarlo con el cuchillo caliente para que no se desmorone”, recomendaba el propio autor).
Asociado a su yerno, de apellido Rocatagliatta, Brenna contrató a Francesco Gianotti, uno de los arquitectos top de la época, para comenzar un mega proyecto. La idea era revolucionaria: un edificio Art Noveau en Buenos Aires, pero con una base de hierro, bien propia de las construcciones de los Estados Unidos, principalmente de Chicago, a principios del 1900.

El trabajo en la cúpula de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.
El trabajo en la cúpula de la Confitería del Molino. /Juano Tesone.
“Fue un proyecto muy ambicioso y experimental: Gianotti decidió cargar hormigón armado sobre la estructura de acero para anexar los edificios y las plantas superiores, pero la condición era que la Confitería no dejara nunca de funcionar”, explica el arquitecto Guillermo García, quien hoy encabeza las tareas de restauración.
Además de la Confitería y de la ampliación del salón de fiestas hasta los 932 metros, Gianotti construyó una serie de departamentos, los que desde el segundo hasta el quinto piso miraban hacia las avenidas Rivadavia y Callao.
Las crónicas de la época cuentan que la cosa fue tan ostentosa que Gianotti le encargó a su hermano que enviara desde Europa puertas, ventanas, mármoles, manijas de bronce, cerámicas y más de 150 metros cuadrados de vitrales.
El último subsuelo estaba inundado. Había riesgo en los cimientos. Buzos tácticos debieron sumergirse para asegurar la estructura.
Cuando recorremos la Confitería (que tiene fecha de reinauguración para mediados de 2021), vemos las imponentes columnas de mármol que, además de ser la estructura del edificio, le dan un aire palaciego. Pero no todo es lo que parece.
Gianotti no pudo traer las columnas de mármol desde Europa, pero sí hizo venir a un artesano que confeccionó el estucado con polvo de piedra para que le diera a los pilares un aspecto similar”, explica Guillermo García.
Es difícil precisar en qué momento exacto empieza la debacle de la Confitería del Molino. Está claro que en 1938, con la muerte de Cayetano Brenna, se perdió un liderazgo. A partir de entonces, el lugar comenzó a pasar de mano en mano y de quiebra en quiebra.
Quizá el último hito en la historia del negocio haya sido la visita de Madonna. En 1996, la reina del pop aprovechó un parate en el rodaje de la película Evita, de Alan Parker, para filmar el clip de la canción Love Don’t Here Anymore en el emblemático edificio. El video arranca con una toma de las columnas de falso mármol.

La resurrección

El 24 de enero de 1997, la Confitería del Molino cerró definitivamente sus puertas. En las siguientes dos décadas, sufrió saqueos y un deterioro que casi deja al edificio en la ruina definitiva. En esos años, empezaron a llover las denuncias de los vecinos por el estado del inmueble.
El 19 de septiembre de 2015, el Gobierno de la Ciudad llevó una grúa hasta la esquina de Rivadavia y Callao para demoler la histórica cúpula que había sido inaugurada 98 años antes. Pero un desperfecto en la máquina impidió la demolición. Fue el golpe de suerte que permitió la esperanza de una nueva vida.

Los vitrales de la Confitería del Molino en plena restauración. /Juano Tesone.
Los vitrales de la Confitería del Molino en plena restauración. /Juano Tesone.
El 2 de julio de 2018, un grupo de integrantes de la Comisión Bicameral que encara la restauración del Edificio del Molino abrió las puertas del lugar tras 21 años.
“Estaba todo tapiado. Nos acompañaba la ex dueña y el portero iba con un manojo de llaves abriendo puertas, destrabando cada rincón del edificio en la penumbra total. Encontramos intrusos que habían ocupado los viejos departamentos. Se habían robado los bronces, el subsuelo estaba inundado y lleno de alimañas. La planta baja estaba tapiada y los pisos de arriba, todos podridos. Caminábamos con mucho cuidado para no caer por un agujero. Habían bajado las puertas para robarse lo que quedaba. Fue una imagen terrible, pero también el puntapié inicial de la recuperación”, destaca el arquitecto García. Con el último subsuelo inundado, hasta los cimientos podían estar en peligro.
De repente, en pleno centro porteño, se empezó a rodar una película de Jacques Cousteau: un grupo de buzos tácticos se sumergieron en las profundidades y colocaron andamios que aseguraron las estructuras.
De a poco, el edificio comenzó a hablar como si se tratara de un cuerpo analizado por un equipo de forenses. A medida que la obra avanzaba, El Molino iba dando mensajes. Se caía una moldura y de su cara interior surgía una fecha escrita a mano: Buenos Aires, febrero de 1916.

Asaderas y vajilla antiguas recuperadas. /Juano Tesone.
Asaderas y vajilla antiguas recuperadas. /Juano Tesone.
“Eso nos dio la pauta de que esa moldura que acompañaba un salón de estilo francés –y había sido tapada por una modificación– fue parte de la obra que encaró Gianotti en 1916”, explica la licenciada Sandra Guillermo, que es arqueóloga y otra de las profesionales del equipo multidisciplinario.
“Es un trabajo de arqueología atípica porque no excavamos, pero a través de los objetos logramos reconstruir procesos. Encontramos 2.900 asaderas y cientos de moldes, lo que nos habla del volumen de producción que tenían. Cada fin de año abría las 24 horas. Dicen que el pan dulce no llegaba a enfriarse porque se vendía antes. Y en este lugar se hacía todo. Incluso tenían una máquina para enlatar al vacío: o sea, acá se producía la conserva pero también la lata”, continúa.
“Una tarde, en el entrepiso del segundo subsuelo aparecieron unos diarios, todos con artículos que tenían que ver con El Molino. Uno hablaba de la quiebra. Otro decía que estaba por cerrar. Y un aviso de 1979 mostraba que le habían cambiado el nombre por Confitería del Legislador. Lo paradójico es que en ese momento histórico no había legisladores en el país: a pocos metros, el Congreso de la Nación estaba cerrado porque gobernaba la Dictadura”, explica Guillermo.
Más allá de los avatares de las épocas, el cierre de la Confitería pareció haber sorprendido a todos, más que nada a sus trabajadores.

Las teselas de la cúpula son puestas a punto una a una. /Juano Tesone.
Las teselas de la cúpula son puestas a punto una a una. /Juano Tesone.
“Encontramos una olla de gran tamaño que aún contenía azúcar en cantidad, posiblemente de la preparación de algún postre que se hizo hace más de 22 años. Su cocción quedó detenida en el tiempo”, especula la arqueóloga.
Cuando vemos cómo han vuelto a lucir la Confitería y el salón de fiestas de 832 metros cuadrados, no podemos creer que de este lugar hayan salido casi mil kilos de basura. Hoy, esos dos ambientes están prácticamente restaurados. Y, para mitad de este año, la histórica fachada quedará lista. El plan es que en junio de 2021 se reinaugure la Confitería, mientras la obra continuará en los pisos superiores.

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