viernes, 23 de noviembre de 2018

Clarín - Gastronomía - Una temporada en Francia

Una temporada en Francia

Mi vida es una sucesión de esperas, les explicaba  uno por uno a mis colegas, antes y después de las comidas.

I - El saludo viril
Llegué a Fuveau, a pocos kilómetros de Marsella, invitado por la alcaldía, para participar de un programa cultural que conecta a los habitantes de aquel pequeño pueblo francés con escritores de todas partes del mundo.
El sitio es hermoso, el aire es puro, la comida sencilla y sabrosa, y la gente amable. Pero uno de mis oyentes resultó excesivamente amable.
Una de las peores partes de cualquiera de mis conferencias es cuando, una vez que he concluido, se me acerca el tropel de personas a hacerme todas las preguntas que no realizaron en el momento indicado. Mis conferencias duran mucho más después de que las termino que mientras suceden.
En este caso en particular, se me acercó un hombre de unos sesenta años, descendiente de griegos, que me felicitó- hasta allí pude entender- en francés y continuó hablándome en ese idioma, del que no conozco más que una decena de palabras. Para despedirse, me aplicó un golpe seco en el cuello, sonriéndome. Se suponía que era una suerte de abrazo viril, de caricia paternal, pero casi me rompe el pescuezo y me dolió durante el resto de la noche.
Di dos conferencias más, y en las dos volvió a acercarse el sexagenario, aplicándome, en ambos casos, siempre con su sonrisa y su evidente amabilidad, el desagradable golpe en el cuello.
Le escribí prácticamente desesperado a mi amigo Otis: “Me está yendo muy bien”, le expliqué, “Pero un fan sexagenario, muy amablemente, me secciona el cuello después de cada conferencia. Y no sé qué hacer”.
“Debes responder con un saludo idéntico”, respondió Otis de inmediato a mi mail. “Con la misma sonrisa, golpéale la nuca una vez. Verás cómo cambia de saludo”.
Lo que ocurrió fue que el día del reportaje público en la plaza del pueblo, en cuanto todos se marcharon y el sexagenario se acercó a saludarme, detuve su mano con mi mano y apliqué el golpe seco de saludo en su nuca.
El hombre me miró con una expresión de sorpresa indefinible y cayó hacia atrás como un árbol talado. Le tomé el pulso y acerqué mi oído a su boca. Ya nunca más saludaría a nadie con su golpe en el cuello.
Se ve que yo no era el único al que saludaba de ese modo, porque en los dos días restantes no escuché a nadie preguntar por él.
II - El orden social
Luego que me hube deshecho del molesto saludador de cuellos, me quedaba otro problema a resolver para poder realmente disfrutar de la maravillosa gastronomía de Fuveau, al Sur de Francia, en la Provenza.
Éramos algo más de cien escritores y se suponía que todos debíamos comer al mismo tiempo. Literalmente. No me refiero a comer en el mismo comedor, o a la misma hora, o la misma comida, cosa que en todos los casos hacíamos, naturalmente. Sino a que antes de que el primero que había recibido su plato pudiera probar un bocado, debía aguardar a que lo hubiera hecho el último.
De modo que si recibíamos un plato de pastas humeantes, para cuando llevábamos el primer capelletti a la boca ya estaba frío como un cadáver. Por el contrario, si nos servían una copa de vino beaujolais helado como aperitivo, para cuando sorbíamos civilmente el líquido rosado parecía una sopa o un ponche.
Intenté explicar por las buenas mi desacuerdo con este absurdo. Mi vida es una sucesión de esperas, les explicaba uno por uno a mis colegas, antes y después de las comidas. ¿No podrían al menos, durante estos días de esparcimiento en Francia, librarme de esta celda conceptual maoísta por la cual no comerá el primero hasta que no coma el último? ¿Qué quieren que haga con el plato recién servido delante de mis narices? ¿Que converse con él? Si me toca ser el último, no tengo problemas en que ustedes coman primero. De hecho pueden venir comidos desde su habitación. O incluso comer mucho después que yo. Lo único que les pido es que, cuando me sirvan el plato, me dejen comer.
Ni los organizadores ni los escritores conciliaban con mis argumentos. Finalmente, un viernes, me paré encima de una mesa, entoné La Marsellesa y llamé a rebelarnos contra las costumbres burguesas. “El París del Mayo del 68”, exclamé, “el de la Revolución Francesa, el de Rockoletion, no puede dejarse arrastrar por este convencionalismo opresor. ¡Que cada cual coma cuando le llegue el plato!”.
Los escritores de todas partes de Francia, muy ofendidos, replicaron que no estábamos en París y que, precisamente en honor a los jóvenes rebeldes del Mayo del 68, debíamos comer todos al mismo tiempo, como predicaban los maoístas por aquel entonces. Me bajé de la mesa derrotado.
En las dos noches restantes, me fugué sigilosamente y me oculté en el fast food de hamburguesas de la famosa firma norteamericana. Es cierto: no eran los apios de la campiña ni los champiñones recién extraídos; y además debía pagar con mi propio dinero. Pero comía en el momento en que me daban la comida: el queso gratinado y las papafritas crujientes. Y gracias al maravilloso sistema por el cual uno paga antes de comer, para cuando me sentía lleno simplemente me iba a dormir sin tener que hablar con nadie.
III - La sal de la tierra
Concluida mi estadía en Fuveau, la generosa editorial que me publicaba en Francia me invitó a pasar una noche en París.
En París todo es un poco más caro que en la Argentina. Por ejemplo, para tomar un capuccino en el café Des Magoux tuve que presentar una garantía de un francés nativo y dos meses de recibo de sueldo. Lo bebí amargo para ahorrar en el sobre de azúcar, que costaba lo mismo que un Ingenio zafrero tucumano. De todos modos, me quedé a lavar la taza de la que había tomado. Por suerte me pagaron bien y, con un par de euros que agregó la editorial, pude abandonar el bar sin contratiempos.
Esa misma noche me llevaron a una de las brasseries históricas del boulevard Saint Germain, justo en frente del Café de Flore, donde comían Sartre, Simone de Beauvoir, y un argentino llamado Piccinini, que nunca escribió un libro, pero al que todos recordaban porque, a diferencia de los dos famosos escritores, les dejaba propina a los mozos.
Cuando me trajeron mi elección, un bife a la tártara (que en rigor no es más que 250 gramos de carne cruda a temperatura ambiente), al que apodé “sushi de vaca”, y pedí el salero, la editora me hizo un gesto negativo con el dedo. El mozo, por su parte, se retiró a paso rápido como si alguien lo hubiera llamado.
“En este restaurant”, me explicó mi traductora, “se jactan de preparar los platos a la perfección: no se les debe agregar ni un grano de sal ni de pimienta”.
-¿Y Tabasco? -pregunté.
La traductora, escandalizada, hizo que no con la cabeza: debíamos comerlo tal como lo traían. ¡Yo estaba desafiando a siglos de cocina gala! ¡Asterix y Obelix me harían saber su disgusto!
-No entiendo -continué en voz baja-. Derribaron a la monarquía, inventaron la guillotina... ¿Pero se sienten ofendidos si le agrego un grano de sal a la comida?.
Tanto la traductora como la editora me indicaron en silencio que comiera y me dejara de molestar. Fingí que se me caía un botón, zigzagueé por entre las patas de las mesas, y emergí por las cercanías de la cocina, donde había visto que se apilaban los saleros, los pimenteros y las aceiteras.
Regresé a mi mesa. En cuanto incliné el salero noté que era de utilería, y comenzó a sonar la alarma.
Me deportaron por intentar salar la carne cruda en la famosa Brasseire donde comían Sartre y Simón de Beauvoir. Pero los mozos van a recordarme, igual que a Piccinini, por mi invención: el existenciasaladismo.
Link a la nota: https://www.clarin.com/espectaculos/temporada-francia_0_ABuehjMoq.html

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