De Nápoles a la Argentina: la historia de la pizza y cómo llegó a ser un emblema nacional
El libro Nuestra Pizza, una pasión redonda (Ed. Planeta) recorre las mejores pizzerías de Buenos Aires y sus personajes. En este fragmento se narra la historia de este alimento desde sus orígenes, la inmigración y cómo adquirió sus características particulares en las mesas argentinas.
Entre los que la disfrutamos de un lado del mostrador y quienes amasan bollos y fortunas del otro, la pizza es un lugar común. Una porción común, de muzarella, de anchoas o fugazzeta, a la piedra o al molde, media masa, cortada en seis, ocho o diez, sea con poco queso o con salsa cruda o cocida, con aceitunas o tomate entero, picante o suave, será siempre una porción de nuestras vidas de la que hay mucho por saber, observar y aprender. Lo que sigue es una parte de esa historia. La historia de nuestra pizza.
Como en toda la gastronomía, donde no hay copyright ni registro de lo comido más allá de las cartas de los restaurantes y los platos vacíos, las marquesinas y algunas fotos, narrar la historia de la pizza y las pizzerías en Argentina y en Buenos Aires —que para el tema funcionan como sinónimos— es muy complejo, por lo fragmentario.
la pizza porteña, con su contundencia que quita el hambre, con sus derramamientos de muzarella y aceite, es un invento tan gallego como la empanada, los chorizos con cachelos o los callos con garbanzos. Nuestra pizza, una pasión redonda. (Editorial Planeta)
Probablemente sea mejor reconstruir casos que zamparse una enciclopedia del asunto, porque en cada uno de ellos hay un brillo especial que otorga, como la muzarella gratinada, un color más vistoso y más verdadero. La historia de la pizza en nuestro país está escrita en el aire, en la vida de la gente que la hizo y la transitó, en los recuerdos de maestros y aprendices, de trabajadores esforzados, noctámbulos y porteños de los cien barrios. La historia de nuestra pizza es, también, la de nuestra ciudad desde el final del siglo XIX, con sus flujos migratorios, con los europeos que llegaron y los criollos y locales que aportaron trabajo y esfuerzo. Es la historia del desplazamiento de una comida callejera y portuaria a las luces de una Corrientes bohemia y festiva, aun cuando se trate de un eslabón perdido del que no se tienen claros registros.
Como todo el mundo sabe, la pizza fue inventada en Italia. Sin embargo, a ciencia cierta no se tiene conocimiento de si es un producto del que los romanos en tiempos del Imperio ya daban cuenta —claro que sin tomate— o fue un invento más tardío.
Porque, a juzgar por esa hogaza de pan redonda y cortada en seis encontrada al desenterrar Pompeya de las cenizas del Vesubio, está claro que al menos la forma de la pizza tiene larga data.
También hay certezas de que, según afirman varios historiadores, la pizza tal y como triunfó en el mundo (con el toque americano del tomate) nació en Nápoles, en algún punto impreciso entre los siglos XVIII y XIX. Era un pan untado con tomate, en el que, como buena comida popular, el queso era deseable pero prohibitivo por el precio. De esas primeras pizzas, de las que ofrece buen testimonio el historiador británico John Dickie en su libro Delizia!, destacan dos hechos importantes: uno, que era una comida al paso de aquellos tiempos, una suerte de fast food urbana que se repartía tibia en horario de comida; dos, que era accesible y saciadora, al alcance de los laburantes de la construcción, los vendedores ambulantes y el zapatero establecido.
Era un pan untado con tomate, en el que, como buena comida popular, el queso era deseable pero prohibitivo por el precio.
Entre esas pizzas y las que conocemos hoy en Buenos Aires y Nueva York, otra de las grandes capitales de esta pasión redonda, mucha agua ha corrido bajo el puente de la inmigración. Pero más que agua, imaginación culinaria y ganas de saciar el apetito. No en vano la pizza fuera de Italia no tiene nada que ver con el arte culinario de los pizzaioli, sino que está más cerca de ser un alimento destinado a seguir saciando el hambre, razón suficiente para ser reformulada en versiones suculentas, más americanas.
En ese camino de tergiversación, al menos desde el punto de vista de un purista italiano, o de apropiación y reinvención, ahora desde el punto de vista de un porteño, hay una pieza clave que no vino de Italia, pero que sí llegó en barco y que se metió de lleno a fuerza de imaginación comercial.
Hubo un tiempo en que la pizza arribó a La Boca con los barcosque llegaban de Italia. Y un tiempo, también, en que deambuló por las calles del sur con un acento genovés, picando justo entre el cocoliche de los conventillos y el aporteñado español rioplatense (hay, de hecho, una crónica de 1926, en la revista Caras y Caretas, que da cuenta de ese idioma, contando la fundación de Tuñín, en la que un personaje llamado Naranjín dice cosas como “de paso le iré cuntando i historia del vieco Tuñín”).
Nuestra pizza, una pasión redonda. (Editorial Planeta)
En esos tiempos en que el alumbrado a gas hacía bulbos de luz en las calles empedradas, golpeando con el cuchillo en el tacho iba el pizzero haciendo bochinche de venta con su cantinela. Es el tiempo mítico, fundacional, de la pizza porteña, que como el del tango se funde en una noche de trastiendas, entre guitarras, capelas y baldíos resonantes. Asimismo, un tiempo en que la República de La Boca y todo el sur de Buenos Aires eran el centro de la vida comercial, social y bohemia.
Hubo otro tiempo, sin embargo, en que la luz eléctrica y el tranvía le marcaban el pulso a una ciudad que se urbanizaba a pasos de gigante entre los años treinta.
Y un tiempo, incluso, en que la inmigración cambió de foco: desde Salta y Santiago del Estero, desde Tucumán y Corrientes, también desde una España en guerra, llegaba a la gran ciudad un nuevo tipo de inmigrante, que empezaba a recorrer las calles en busca de una oportunidad y a ensancharla como se ensanchó la avenida Corrientes en 1936. En este período, la pizzería nace como local gastronómico y como institución. “Ya la pulpería se había contrapuesto al café, y el bar/pizzería de barra (comer de parado o de dorapa), al restaurante”, dice Daniel Schávelzon en su libro Historias del comer y del beber en Buenos Aires. Allí habla del restaurante como una forma de apropiación y uso del espacio que llegó a su máxima expresión en los tiempos de Rivadavia. La sociabilidad de las clases altas se mantenía en lugares aislados, los restaurantes, los cafés con rasgos lujosos y finalmente los clubes. “El pueblo, en cambio, ocupaba los espacios públicos y se expresaba con una libertad impensada”, agrega Schávelzon y abre la puerta para reflexionar mucho acerca del fenómeno de la pizza y las pizzerías. Hasta sirve para concebir su conformación como continuidad del club, sea de fútbol, sea del barrio.
El ilustrador Luis J. Medrano (1915-1974), creador de los Grafodramas para La Nación, lo contó con claridad meridiana: “Quienes pretendieron negar que los empleados cesantes han dado origen a las pizzerías se veían en aprietos para rechazar la hipótesis de que esos pintorescos comercios deben su grandeza y su impulso inicial a aquella masa de esforzados ciudadanos a quienes el vaivén de la política colocaba alternativamente en la próspera felicidad o en la más cruel indigencia”.
Entre esos dos extremos, entre el progreso y la misiadura, hizo irrupción la pizzería y, en particular, un tipo de emprendedor gastronómico que las regenteaba: el gallego. Trabajador de sol a sol, con foco en la acumulación, los negocios gastronómicos —pizzerías incluidas— fueron su especialidad en esos años. Y tanto fue así, que para la década de 1950, cuando el peronismo había transformado la sociedad urbana, los gallegos se habían convertido en empresarios: trabajaban sin descanso, vivían para eso, sumaban a parientes y amigos a los proyectos y las sociedades y, por supuesto, tomaban el control de pizzerías emblemáticas.
La lógica que sostenía esta dinámica permitía entrar con capitales pequeños y, añadiendo mucho esfuerzo, prosperar. Podían crecer en la sociedad y, en ese camino, fueron metiéndose también en las cocinas y determinando la forma que tendría nuestra pizza. Mal que les pese a los italianos (o para alivio de los veri pizzaioli napoletani), la pizza porteña, con su contundencia que quita el hambre, con sus derramamientos de muzarella y aceite, es un invento tan gallego como la empanada, los chorizos con cachelos o los callos con garbanzos. De ahí que la pizza porteña, en casi todas sus variantes —desde la muzarella a la fugazzeta rellena y hasta la de verdura, invento local del que hablaremos más adelante—, apunta a saciar el apetito, más que a la corrección culinaria. Y siempre por poca guita, claro. Un hijo de un gallego que llegó con una mano atrás y otra adelante, cuya familia prosperó en el negocio, cuenta: “Nosotros somos buenos para servir lo que la gente siempre viene a buscar, el café, la pizza, la empanada”. Define así, tal vez sin saberlo, toda una lógica gastronómica que fue muy eficaz, flexible y exitosa en atender a la demanda y quizá no tanto en trabajar sobre la oferta.
Extractos del libro "Nuestra pizza, una pasión redonda", de Joaquín Hidalgo y Martín Auzmendi (Editorial Planeta).
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