La bella simplicidad de un café en east Hampton
Llegar a Nueva York siempre me trae un sentimiento de inmediatez, como si la ciudad tuviera tanto por mostrarme. Ya de niño, con mis padres, la noche antes de tomar un barco a Buenos Aires permanecí por horas despierto, mirando por la ventana desde la cama los centenares de lucecitas de cada ventana de los edificios, que parecían llegar hasta la luna, con un sentimiento de fascinación y miedo.
En camino al hotel Wythe, que se ha convertido en mi casa hace muchos años, comienzo a recorrer imaginariamente los lugares, impulsos, gestos de esta ciudad que creo comprender. Ella aúna la esperanza universal, palpitan por sus calles millones de corazones llenos de sueños de las más diversas nacionalidades. Razas, procedencias, cunas, orígenes, raíces se concentran para crear tendencias, para innovar en esta urbe disímil donde el misceláneo abraza el día a día de la inspiración y el hacer.
Alquilé un auto para dirigirme a Long Island, donde viví varios años. Manejé hasta East Hampton, que es una de las cunas del refinamiento neoyorquino durante el verano.
Alojado en uno de los hoteles victorianos de madera que tienen sus chimeneas de ladrillos construidas a la vista, muchas contienen escondidas desde su construcción zapatos para ahuyentar a las brujas.
Luego de comer esa noche un delicioso bife en The Palm, que está abierto desde 1926, me fui a dormir temprano.
Antes de las 6 de la mañana ya estaba caminando por las calles llenas de flores en busca de un café. Así, encontré un lugar llamado John Papas Cafe, ligeramente escondido en un estacionamiento y lejos del glamour de las tiendas de moda de la calle principal. Al entrar, una señora griega me recibió y me dijo que hacía 30 años que abrían todos los días a las 6 de la mañana. El lugar estaba vacío, en la impecable cocina se veía un joven con visera que cocinaba panceta crocante para lo que sería, como todos los días, una mañana de decenas de copiosos desayunos. Sobre las ventanas había una fila de boxes con sillones tapizados con cuero verde, las mesas eran de madera natural laqueada y sostenían con extrema prolijidad un gran contenedor de azúcar blanca, el ketchup Heinz, sal, pimienta y los endulzantes. No había ningún aire de pretensión, un nido de cariño, limpieza y hacer.
Lentamente, mientras tomaba varias tazas de café, el lugar comenzó a llenarse, una democrática mezcla de gente; los unos que irían a trabajar, los otros que estacionaban sus autos sport ya acariciando el verano que está por llegar. La moza en cada momento libre repasaba las ventanas con alcohol; amor al trabajo, veneración por el hacer, dignidad y belleza.
Nada parecía dormir en el letargo de la costumbre, más bien sobresalía una prestancia heroica, elemental y fundamental que nos abrazaba a todos por igual.
Una señora mayor con su marido le dio tantas instrucciones a la moza sobre cada detalle de su pedido: cómo untar la manteca en la tostada recién salida, el punto de salteado de los hongos para su omelette, la panceta crocante pero no demasiado. Sí, los English muffins dorados crujientes y muy calientes llegan a la mesa con un pedazo de manteca semiderretido, una suerte de poesía aromática y deliciosa.
Mientras regresaba al hotel, pensaba que ese lugar, ese café, contenía un núcleo que fomenta lo que es el verdadero amor por nuestro hacer y servicio.
Lejos de la sofisticación, ellos abrazan un gesto que muchos quisieran tener: la bella simplicidad y el amor reflejado en cada rincón del lugar, con sus simples sabores, y en los gestos humanos, confidentes y verdaderos de su personal.
Un abrazo a la vida en este pequeño pueblo que descansa magníficamente sobre la playa, a solo dos horas de Nueva York. Orden, progreso y hacer.
Por: Francis Mallmann
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