Me rebelo ante la medida de las cosas
Tengo en mis manos una bolsa de arroz basmati, el agua hierve sobre las llamas de unos palitos de leña, es casi de noche y estamos todos cansados de caminar y en el momento en que derramo el arroz dentro del agua mido con lo que creo será una certera precisión a la cantidad que comeremos. Ni más ni menos, pienso.
Cuando fui niño se medían las líneas con una regla de madera, tenían números negros. En nuestra casa el barómetro de bronce anunciaba nieve cuando la aguja descendía por debajo de los mil milibares. El termómetro del jardín a veces daba veintinueve grados en verano. Mi madre hacía la torta de naranjas usando tazas para establecer sus cantidades. Nuestro entrenador de esquí usaba un cronómetro para tomar nuestros tiempos de bajada. La vida en gran parte parece estar regida por las medidas, los tiempos, el tamaño de las cosas. Pero pequeño o grande tienen el mismo valor, ya que nuestro corazón debe aprender que a veces los más insignificantes hechos son los que más valen.
Se dice que al crecer vamos aprendiendo tantas cosas. Es cierto; mi memoria y mis oídos, tacto, vista, gusto y olfato parecen ser maestros del uso y las costumbres que tomaron durante años de andar. Muchas veces siento que a los veinte ya era un anciano por haber caminado por tantos puentes desiertos, sin barandas o cimientos o reparo.
Sin olvidar mis pies; a veces descalzos o abotinados me llevaron por países, montañas, mares, bailes, escaleras de simpleza o palaciegas de ambición. Con ellos caminé hacia adelante con paso firme y también reculé con la misma cobardía que recorre las tantas hojas de mi historia. Caminé con ilusión y desesperanza. Con el silencio y la afonía de la tristeza. Gané batallas y fui vencido -a veces, perdonado-.
No he aprendido aún cuál es la medida de un beso porque siempre hay otro para dar.
Y cuando me parece haber recibido y dado el mejor -prevalece el próximo- porque los labios sellan y llenan con ternura y pasión. O la bella impertinencia de un beso robado en las contiendas del amor. Como los besos de abril de los bosques de magnolias y rododendros del Tibet en Bután arropados por caricias de lanas tejidas de yaks entre monjes, campanas y banderines, cuando caminé por días en sus alturas tomando baños calientes en antiguas tinas de madera caldeadas con piedras salidas del fuego en las pequeñas granjas en las cimas de las montañas, allí la medida tiene un valor diferente, está adornada y aguerrida en el silencio de la simpleza.
Me asalta día a día una rebelión a la medida. Tengo sesenta y dos años y mi optimismo y pasión aún no me han dejado aprender a medir. Será que al saber que la certidumbre tiene un humor cambiante siempre me inclino más por la suma que por la resta, desafiando la vaguedad, la duda, la imprecisión.
El arroz ya está en la olla, para la sazón en estas lejanías solo tengo cebollín, polen de hinojos, aceite de oliva y ají molido de cachi. Los platos están listos para ser servidos, el cucharon se hunde una y otra vez en la generosidad blanca del arroz. Las voces callan todos comen con cierta voracidad por el largo día de andar. Al sentarme a comer sobre un tronco caído se que en ese arroz se arremolina los trazos de mis pasos, que en el revolver de mi mano con la cuchara de madera están aunados todas las medidas tomadas desde que nací.
Y pienso que a pesar de todo, el arroz aún está blanco, desgranado, delicioso.
Que nos da la vida y que nos quita por el arte de medir, un lenguaje hermoso que se remonta a la misma esencia de nuestra existencia.
Esta noche mis manos le harán el amor a mi amor, en el silencio del bosque arropados en la comodidad de nuestra enorme bolsa de dormir, un tocar que conoce las exactas medidas de su lujuria. n
Por: Francis Mallmann
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