Francia, después de Paul Bocuse
El 20 de enero último, Francia perdió una de sus legendarias estrellas. Murió Paul Bocuse, el chef mundialmente conocido, el inventor de la Nouvelle Cuisine, el genio que, en el siglo XX, volvió a colocar a la gastronomía francesa en el cenit de la celebridad mundial.
Con la desaparición de Monsieur Paul -como lo llamaban todos tanto en París, Tokio o Los Angeles-, fue fácil imaginar que, con él, desaparecía el último baluarte del exquisito arte del buen comer à la française. Después de todo, ¿acaso no hace décadas que la prensa anglosajona en particular anuncia el ocaso de esa peculiar forma de expresión de este pueblo milenario?
Las primeras hostilidades fueron lanzadas en 2014 por el diario The New York Times. En un artículo titulado "¿Hay alguien que pueda salvar a la cocina francesa?", el prestigioso periódico hacía referencia a una reciente información que aseguraba -con razón- que el 70 por ciento de los restaurantes franceses utilizaban comida preparada, congelada o envasada, producida en serie en cocinas industriales.
"Pero la verdadera sorpresa fue que nadie se sorprendió. La tradición culinaria francesa ha venido derrumbándose desde hace décadas. Ese ocaso se refleja en numerosos datos: desde la desaparición de quesos realizados con leche cruda (solo el 10% lo son), pasando por el consumo de vino (menos de 50% desde 1960), hasta el hecho de que el país se haya convertido en el segundo mercado del mundo en importancia para McDonald's", escribió Michael Steinberger. Y concluía: "Desde fines de 1990, París es percibida como una ciudad aburrida y predecible desde el punto de vista gastronómico. La verdadera novedad se desplazó a Londres, Tokio, Nueva York, Copenhague y San Sebastián".
Poco después, su colega Mark Bittman escribió en el mismo diario: "Los restaurantes franceses se han vuelto iguales que en cualquier otro país. Es posible hallar alguno que proponga platos preparados con ingredientes frescos y de calidad, pero hay que ser muy diligente, tener mucha suerte o gastar una fortuna".
Lo que Steinberger, Bittman y otros críticos olvidaban, es que la cuisine française no es solo comida: es sobre todo una tradición. Es una forma de vida transformada en mito que, con sus sofisticados códigos, fue capaz de definir la identidad de un pueblo hasta transformarlo en modelo de savoir-vivre para el resto del mundo.
Así lo argumentó el panel de expertos de la Unesco que en 2010 reconoció a la cuisine française como herencia cultural intangible de la humanidad. Los especialistas, que definieron a la gastronomía francesa como una "costumbre social cuyo objetivo es celebrar los momentos más importantes de la vida de individuos o de grupos", tuvieron en cuenta la dimensión "mitológica" que representa esa actividad para su comunidad: "Cómo los vinos se combinan con cada plato, cómo se pone una mesa, el lugar preciso de las copas -para agua, para vino tinto y blanco-, con el filo del cuchillo hacia el interior y los dientes del tenedor hacia abajo. Todos esos detalles contribuyen a la creación del mito", explicaron.
Hace algunos siglos, cuando la diplomacia mundial hablaba en francés y París era paradigma del buen gusto, un adagio en ídish afirmaba: "Feliz como Dios en Francia". Aplicada a la gastronomía, la frase parece todavía más apropiada. Estadísticas y estudios indican que los franceses disfrutan mucho más tiempo en la mesa que sus vecinos. Son los primeros de Europa, en esa categoría infinitamente más gratificante que los ansiolíticos. Bien lejos, por ejemplo, de los hogares británicos: en el país del pudding, sus habitantes consagran apenas 39 minutos por día a alimentarse. contra dos horas en Francia.
En todo caso, la campaña anglosajona bastó para aguijonear el orgullo francés. Tanto, que dos grandes estrellas de la gastronomía francesa, los chefs Alain Ducasse y Guy Savoy, expresaron su preocupación ante los riesgos que corría la french cuisine de perder su secular atracción global.
"Se está instalando la idea de que los franceses, esos amantes de buena carne, no son capaces de conservar la herencia de una cocina de calidad, excepto en algunos bistrós, ajenos a los recorridos turísticos", escribieron.
El primero en reaccionar fue el ministerio de Relaciones Exteriores francés. "¿Cómo hacer para que la gastronomía y los vinos franceses vuelvan a conquistar el mundo?", interrogó el titular de la cartera de la época, Laurent Fabius. Su método recibió el nombre de diplomacia gastronómica. Su primera medida, reducir en forma drástica las reglas inmigratorias para todos aquellos cocineros que quisieran trabajar con los chefs franceses.
La segunda medida adoptada por el gobierno francés fue una nueva reglamentación. A partir de ese momento, cada restaurante francés que sirve comida casera debe indicarlo en el menú con el logo fait maison (hecho en casa), representado por una pequeña sartén cubierta con un tejado. Nadie, en ningún sitio del país, tiene derecho de transgredir esa regla, a riesgo de verse condenado a pagar multas consistentes.
Pero el ego de los chefs franceses no se satisfizo con eso. Para defender su reputación, Alain Ducasse, Guy Savoy, Joël Robuchon y otras figuras del firmamento Michelin (la célebre guía gastronómica que otorga las preciadas estrellas), reunieron a comienzos de 2015 a unos 1300 chefs en 150 países que, el mismo día, cocinaron à la française para sus clientes.
El evento, bautizado Good France-Goût de France, fue una repetición contemporánea de los Dîners d'Epicure (Cenas de Epicurio) creadas en 1912 por Augusto Escoffier, el padre de la gastronomía moderna, "para hacer brillar el prestigio de la cocina francesa en el extranjero".
"Los grandes restaurantes franceses padecen de una imagen demasiado clásica. Había que demostrar que seguimos siendo la madre de la gastronomía mundial", declaró entonces el ministro Fabius.
La dominación francesa había sido, sin embargo, indiscutida hasta principios de los años 2000. En la década de 1970, un equipo de diez chefs alineados detrás de ese líder carismático que era Paul Bocuse ocupó todos los espacios mediáticos del mundo e instaló en Tokio y en Nueva York restaurantes que representaban a Francia. En los años 1990, talentos como Ducasse, Michel Bras, Alain Passard, Robuchon o Pierre Gagnaire demostraron la riqueza de la french cuisine, su versatilidad y su espíritu de innovación. A la manera de un caleidoscopio, la gastronomía francesa consiguió exportar las notas mediterráneas de un Jacques Maximin, los sabores marinos y especiados de un Olivier Roellinger o el sabor de las hierbas de montaña de un Marc Veyrat.
Pero su extraordinaria riqueza no consiguió protegerla, por ejemplo, de la ofensiva de un Ferrán Adrià. A comienzos de los años 2000, la inteligencia creativa y el marketing del chef catalán provocaron una revolución. El éxito de su gastronomía molecular asestó un primer golpe a la hegemonía francesa. Sus spaghetti de parmesano o su caviar de melón, hicieron ver la cocina desde un nuevo ángulo. Adrià arrastró al mismo tiempo a toda la gastronomía española, ayudada por un contexto económico favorable, y por un esfuerzo colectivo nacional que asoció medios y poderes públicos.
A fines de esa década, la emergencia de la cocina nórdica imaginada por René Redzepi en Copenhague consiguió, por segunda vez, desestabilizar el leadership francés. Ese chef de aspecto adolescente propuso un concentrado de naturaleza en un sitio despojado y simple, utilizando únicamente productos locales. Su cocina, defensora del desarrollo sustentable, respondió a la perfección al interés de la época.
La Francia culinaria miró durante mucho tiempo todas esas evoluciones con complacencia. Pero llegó un momento en que tuvo que rendirse a la evidencia: los métodos publicitarios que tuvieron éxito con Paul Bocuse habían dejado de servir.
"Dos elementos influyeron en ese proceso. Primero, la omnipresencia de los medios y la era de internet colocaron el aspecto visual en primer plano. Las fotos de los platos circulan en las redes sociales y lo atractivo supera hoy a lo bueno", dice Alexandre Cammas, fundador de la revista especializada Le Fooding. "Segundo, la globalización ofrece actualmente a cada identidad culinaria nacional una audiencia planetaria", agrega. Así, Perú o Brasil -por citar solo dos países- comprendieron rápidamente el beneficio que podían obtener de sus gastronomías.
Combinar la comunicación, el marketing y el terreno internacional fue el objetivo que se fijaron las autoridades y el mundo de la gastronomía franceses en 2015 para lograr la reconquista del tambaleante cetro. Gracias a esos esfuerzos -y naturalmente a la globalización-, el panorama culinario, sobre todo parisino, comenzó a cambiar impulsado por dos factores: la masiva presencia de jóvenes chefs, muchos de ellos extranjeros, y la aparición de un nuevo tipo de bistró.
Los parisinos, que llaman a ese movimiento bistronomie -contracción de bistro y gastronomie- afirman con razón que es ahí donde mejor se come. La diferencia entre los viejos y los nuevos bistrós reside en que, cuando los primeros proponían un menú tradicional y un ambiente totalmente familiar, los segundos ofrecen una cuisine sofisticada, inventiva y con frecuencia síntesis de diversidad.
Cada día más chefs españoles, escandinavos, japoneses, australianos, brasileños, peruanos y estadounidenses llegan a Francia con ese objetivo. Los primeros en hacerlo fueron Braden Perkins y Laura Adrian, una pareja de norteamericanos que abrieron Verjus, un bistró cerca del Palais Royal, en el corazón de capital. "Lo más excitante de todo fue descubrir los productos franceses y cocinar con ellos", reconoce Perkins.
Lo mismo dicen libaneses, israelíes, españoles o italianos que, de la noche a la mañana, se transformaron en los niños mimados de las elites parisinas. Decididos a evitar los dolores de cabeza y los costos astronómicos que imponen a un restaurante las estrellas de la guía Michelin, la mayoría de ellos encuentra en la bistronomie la libertad necesaria a la creación.
Se podría decir, incluso, que el nacimiento de la bistronomie fue una reacción a la difícil situación económica que vivió Francia después de la crisis financiera de 2008, cuando abrir un lujoso restaurante, candidato a las estrellas Michelin, parecía un auténtico despropósito.
Naturalmente, nada fue fácil. "¡Los norteamericanos atacan el corazón de París!", se escandalizó un diario popular tras la inauguración de Verjus.
Hoy, todo es muy diferente. Los medios hablan maravillas de la fussion-cuisine de Perkins y Adrian, así como de otros tantos chefs extranjeros. Incluso están volviendo cantidad de jóvenes chefs franceses que habían dejado el país para escapar a las rigideces del sistema.
"Regresan, armados con nuevas ideas y mucha experiencia. A todos entusiasma la posibilidad de cocinar nuevamente en su país, y poder hacer algo diferente", afirma Wendy Lyn, creadora de Paris In My Kitchen, un sitio web consagrado a la actualidad gastronómica parisina.
"En este momento, la escena culinaria es el principal movimiento cultural de Francia", opina Luc Dubanchet, fundador de Omnivore, una revista especializada. "Para la generación actual, la gastronomía es lo que fue la música para los años 60 y 70", precisa. A su juicio, después de la nouvelle cuisine de Paul Bocuse, la french cuisine está viviendo uno de los grandes momentos de su historia.
A pesar de todo, hay quienes siguen afirmando que la cocina francesa no es la misma de antes. Es probable. Pero el mundo tampoco lo es. A esos recalcitrantes se les podría recordar la clasificación de los mejores chefs del planeta publicada a fines de 2017. Entre los diez primeros, seis son franceses. En el orden: Pierre Gagnaire, Paul Bocuse (fallecido después), Alain Ducasse, Michel Bras, Eric Fréchon y Yannick Alleno.
O se les podría repetir la opinión de la escritora gastronómica canadiense basada en Londres, Meredith Erikson. Para ella, hubo, en efecto, un cambio en la cultura gastronómica francesa. "Pero eso no cambia para nada el hecho de que, al más alto nivel, nadie es capaz de hacerlo mejor que en Francia".
Por: Luisa Corradini
Link a la nota: https://www.lanacion.com.ar/2114943-francia-despues-de-paul-bocuse
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