“Mejor que dar pescado es enseñar a pescar”, reza un antiguo y conocido proverbio. Cuando se habla de educación alimentaria, la frase cobra un sentido casi literal. En tiempos en que los gobiernos se esfuerzan por sacar la comida chatarra de las escuelas e incorporar opciones saludables en los comedores y kioscos, todavía son pocos los que se detienen a mirar más allá y abordar el fondo del problema. Ofrecer alimentos nutritivos ya es, por cierto, mejor que no hacerlo y dejar librado a los caprichos de la industria (con sus gaseosas, alfajores y hamburguesas de cadena) el almuerzo o la merienda de los alumnos. Pero los expertos coinciden en que no basta con eso: para fomentar hábitos positivos y duraderos en la mesa, además de proveerles mejor comida hay que enseñarles a comer mejor.
Mientras en los hogares cada vez se cocina menos y se consumen más alimentos procesados en detrimento de los frescos, una generación de analfabetos nutricionales urbanos llega a la adolescencia con el paladar moldeado por el mercado, desconectada por completo del proceso de producción y sin las mínimas herramientas para leer (y descifrar) una etiqueta en la góndola, preparar un plato básico o planificar su dieta cotidiana con ingredientes variados y equilibrados. Frente a este panorama, y en línea con una corriente pedagógica que alienta a acercar el aula a la vida cotidiana y a las necesidades prácticas, cada vez más voces —siempre tan preocupadas por inculcar fechas patrias o teoremas matemáticos— se alzan para reclamar que las currículas escolares incorporen asignaturas o talleres obligatorios de educación alimentaria.
ALUMNOS: SAQUEN UNA CUCHARA
Si bien en el plano académico hace tiempo que suenan propuestas en este sentido, tuvo que salir a agitar la causaJamie Oliver, con su enorme popularidad a cuestas, para que el asunto ganara espacio en la agenda pública y adquiriese una repercusión intensa y global. Referente de la escena ecofoodie, el célebre chef británico lanzó un año atrás una campaña para presionar a los líderes mundiales a que implementen la formación alimentaria, universal y gratuita, en los establecimientos educativos de todo el mundo. Casi 1.700.000 personas apoyaron su petición en la plataforma Change.org, y en el sitio foodrevolutionday, donde el bueno de Jamie explica los fundamentos de la iniciativa.
“Es crucial que demos a las generaciones futuras las capacidades que necesitan para vivir vidas más sanas, más felices y más productivas”, sostiene. Y agrega: “Si me ayudas a conseguir que muchos millones de personas firmen, podremos crear un movimiento tan potente que fuerce a los gobiernos del G20 a hacer algo. La educación alimentaria puede suponer un gran cambio en las vidas de las siguientes generaciones”. ¿Su misión? “Crear un sólido movimiento sustentable para educar sobre comida a cada niño, inspirar a las familias a volver a cocinar y empoderar a la gente en todas partes a combatir la obesidad”.
Jamie no está solo en esta cruzada: además de las miles de adhesiones anónimas, la FAO (el organismo de Naciones Unidas para la alimentación) viene bajando línea en este sentido y ha desarrollado materiales de apoyo para docentes y autoridades. “Las escuelas alcanzan a los niños a una edad en la que los hábitos de salud se están formando; en muchas comunidades pueden ser el único lugar donde ellos adquieran habilidades básicas en nutrición”, afirma la FAO en su web, y promueve “un acercamiento integral en el que el aprendizaje en el aula se relaciones con actividades prácticas” como el trabajo con huertas. Un informe de la entidad basado en una encuesta internacional revela, sin embargo, que “muy pocos países informaron tener un horario asignado a la enseñanza en nutrición” y concluye: “la falta de capacitación en educación en nutrición de los profesores representa quizá el aspecto más crítico”.
UN APLAZO EN NUTRICIÓN
“La comida es fundamental; ¿por qué entonces no les estamos enseñando a los chicos sobre lo que comen?”, se pregunta Mara Fleishman (directora de Chef Ann, una fundación estadounidense que apoya a escuelas para que los alumnos accedan a comida fresca y sana) en un artículo del portal Food Tank. Fleishman comenta una inspiradora propuesta instrumentada en la primaria de su hija para encarar el tema desde una perspectiva práctica y lúdica, lejos de la solemnidad de una clase teórica: un evento bautizado “Rainbow Day”, donde se invita a los chicos a servirse en sus platos la mayor cantidad de colores posibles del salad bar, y luego se explica en forma amena el valor nutricional que cada gama cromática aporta.
Michael Jacobson, director del Centro para la Ciencia en el Interés Público, con sede en Washington, escribió tiempo atrás en el Huffington Post que “los padres se indignarían si sus hijos, en la primaria, no supieran sumar dos más dos” pero asumen con alarmante naturalidad el hecho de que —como un experimento del propio Jamie Oliver demostró— muchos alumnos no son capaces de identificar un coliflor, una berenjena o una remolacha. “Así como esperamos que las escuelas enseñen geografía, historia o álgebra, deberíamos esperar que enseñen sobre comida: de dónde viene y cómo nos afecta”, apunta el especialista, y subraya la experiencia de los “jardines escolares comestibles” que impulsó Alice Waters, mítica cocinera y activista calofirniana. “Cultivar y cosechar frutas frescas y vegetales motiva a consumirlos”, sentencia Jacobson. “No podemos criar otra generación para la cual cocinar signifique apretar el botón ‘start’ del microondas”.
EN LA ARGENTINA NO SE ENSEÑA
Un dato: en EE.UU., los estudiantes del nivel inicial reciben en promedio apenas 3,4 horas de educación alimentaria y nutricional al año. ¿Y por casa cómo andamos? No existen estadísticas precisas y actualizadas, pero sin dudas el panorama no es demasiado alentador. El Ministerio de Desarrollo Social posee un programa alusivo pero que, en lo que a contenidos curriculares refiere, se reduce a lineamientos y recomendaciones genéricas más que a experiencias palpables. “Las acciones educativas en materia de alimentación y nutrición son herramientas valiosas para la configuración de hábitos alimentarios saludables en la edad escolar, en las que pueden incorporarse con menor dificultad conductas positivas”, expresan las comunicaciones oficiales, aunque reconocen que “en nuestro país no es demasiado frecuente la educación en nutrición dentro de la escuela”.
Así, los casos de éxito suelen ser fruto más de esfuerzos individuales que de políticas coordinadas. Esteban Carmuega, titular del Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil (CESNI), es uno de los más entusiastas promotores locales en este terreno. “Para enseñar a comer es necesario que la escuela juegue un papel central, que la industria sea responsable y acompañe con alimentos más saludables”, reflexiona. Y añade: “Hemos puesto la nutrición escolar en segundo plano durante años. Hay que re-jerarquizarla con nuevos objetivos”. El CESNI, junto con la fundación Bunge y Born, ha editado las guías prácticas “Enseñar a comer”, en el marco del proyecto “Nutrición en la escuela” que se implementó en 10 establecimientos de Lomas de Zamora y alcanzó a unos 3700 alumnos.
Se trata de casos ejemplificadores, aunque aislados. Donde sí parece haber un compromiso más amplio y sostenido con el tema es en Brasil, cuyo Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE) dejó atrás sus originales fines asistencialistas y hoy llega a 45 millones de estudiantes con diversas propuestas, incluyendo acciones de educación nutricional. Una materia que lamentablemente, al menos por ahora, la escuela argentina se lleva a marzo.
KIOSCOS (NO TAN) SALUDABLES
Bajo el paraguas de una ley nacional, en línea con una medida que vienen adoptando diferentes distritos y a tono con una tendencia mundial, la ciudad entrerriana de Paraná acaba de promulgar una ordenanza que propicia la instalación de kioscos saludables en escuelas públicas. La norma indica que deben ofrecerse “alimentos sanos y saludables”, acompañados de folletería y “charlas informativas a cargo de expertos”. Si bien hay consenso sobre lo auspicioso de estas iniciativas, una de las objeciones pasa por los criterios usados para identificar aquellos alimentos supuestamente beneficiosos. Soledad Barruti, autora del libro Malcomidos: cómo la industria alimentaria argentina nos está matando, advierte, por ejemplo, que las versiones industriales de las barritas de cereales —promovidas como sustituto de chocolates o alfajores— suelen ser menos nutritivas de lo que promete el marketing construido alrededor de ellas.
Por Ariel Duer
Ilustraciones: Celeste Rodríguez
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