Tomás Kalika: "Cocinar es como salir a escena en un recital"
El chef que reinventó la gastronomía judía en Buenos Aires y llevó sus platos a Madrid y Nueva York cuenta cómo trabaja y crea.
“Mi comida es intensa y rockanrolera, como yo, revolucionaria”, anticipa el chef Tomás Kalika. “Tomé a una cocina existente, la judía, y apliqué mi creatividad a recetas que se dejaron de hacer hace 80 años, las reviví con técnicas de cocción y lenguajes actuales. Por algo mi restaurante se llama Mishiguene (loco, en idish), hay que estar un poco loco para desafiar a la memoria emotiva. ¿Quién se le anima al plato de las abuelas y lo pone sobre la mesa?” Kalika encuentra el mejor ejemplo de esta recreación en un plato que saboreaba de chico, lo preparaba su abuela, Olga: el borscht. En invierno, era un guiso con carne; en verano, era una sopa de remolacha bien fría, lo servía con crema montada, sal y pimienta. “Me acuerdo de comer la crema y después tomar la sopa con cuchara. Riquísima”.
El chef devela cómo consigue que la receta viaje en el tiempo. Primero, analiza los ingredientes. En el borscht son, básicamente, remolacha y crema. “La remolacha me lleva a otros componentes como el aceite, vinagre, miel, especias, hierbas. Con la crema, también, hay varias posibilidades: la podemos hacer nosotros, usar yogur o elegir la de cabra o vaca”. Finalmente, hicieron de la crema un raviol líquido. “El raviol es una bomba de queso de cabra que explota en la boca”. Tomás hace de las palabras un bocado exquisito. “Después, saboreás la espuma de sopa de borscht. Deliciosa. Es glorioso partir de un recuerdo y lograr que otros vivan la misma experiencia de cuando eras chico”.
El nieto de la abuela Olga se volvió cocinero, no músico - como había fantaseado alguna vez- y honra la metodología de cada una de las recetas que reinventa. Por estos días elabora el menú de invierno. “Se me pueden ocurrir 60 ideas mientras estoy caminando o en el cine, nunca dejo de pensar, me apasiona”.
La primera vez que se sirve un plato estoy muy pendiente, los mozos me comentan las reacciones de la gente. Busco que cada comida sea una explosión de sabores, una experiencia inolvidable.
Escribe las ideas en cuadernos que carga en su mochila. Después, las transcribe con marcador sobre las mismas hojas de papel que sirven de mantel en las mesas del restaurante, las despliega sobre la pared de la cocina, devenida –por momentos– en laboratorio. Sartenes, cuchillos, una salamandra, hornos varios, todo vale para alternar colores, sabores, texturas. Tomás y otros tres cocineros parten la idea original y experimentan mientras hacen chistes, la música siempre de fondo: “Es un momento glorioso, todo está puesto ahí. Es prueba y error. La repetición es importante para entender si falta o sobra algún ingrediente. A veces se llega al producto ideal”. El proceso puede durar varios días, un par de horas o desestimarse. Cuando sí se logra, Kalika se aparta y, a solas, elige el nombre que acabará haciéndose un lugar en el menú. ¿El acto creativo comienza como una idea y acaba cuando el comensal prueba el plato? “Absolutamente. La primera vez que se sirve estoy muy pendiente, los mozos me comentan las reacciones de la gente. La devolución es fundamental. Busco que cada plato sea una explosión de sabores, una experiencia inolvidable”.
Mishiguene, uno de sus dos restaurantes, abre sus puertas a las ocho de la mañana y diez horas más tarde empieza el show: “Es como un recital, se apagan las luces de la sala y hay que salir a escena. Pura adrenalina. Intensísimo”. La música klezmer abre el espectáculo gastronómico. Tomás adora a Itzhak Perlman, pide escuchar a este violinista tremendo que lo entona como si se tratara del mejor vino. Y sigue: “Nadie come antes del servicio, hay que tener hambre. El cocinero que no prueba desconoce lo que está sirviendo. En una noche saco 40 porciones de varenikes de papa, pruebo todas”.
-¿Qué distingue al buen chef?
-La manera de desenvolverse en la cocina. Cómo agarra el cuchillo, por ejemplo. La técnica juega un protagonismo absoluto: es tener real dominio de los gestos.
No duda al responder que su talento pasa por la capacidad de trabajo y creatividad; tampoco al decir que cocinar sigue siendo lo que más le gusta. “Si dejara de hacerlo perdería la esencia. Y me encanta comer. Casi todos los días desayuno y almuerzo solo en una mesa de algún rincón de restaurante, o en cuclillas, en la cocina. Es un momento muy potente: cocinarte algo rico, regalarte ese momento”.
-¿Un plato preferido?
-Sería como decir a qué hijo quiero más.
Tomás es padre de dos varones de cuatro y seis años. “El más grande me copia, cuando prueba algo rico, dice: “Papá, esto es un sueño”. Con su mujer están planeando las vacaciones, el itinerario es gastronómico: “A los dos nos encanta comer”.
Los ingredientes de Kalika no se encuentran en el menú pero lo alimentan: la familia, los viajes, la tradición, el rockanroll y su psicólogo, al que cita más de una vez: “Sin él no hubiera podido. Tuve muchos fracasos profesionales, llegué hasta acá porque fui capaz de mirar hacia dentro, de verme. Lo que hago es lo que soy”.
De la cocina de la abuela a la prensa internacional
Tomás Kalika nació en Buenos Aires pero aprendió las técnicas culinarias en la cocina de Eyal Shani, en Israel. Fue Eyal quien lo recomendó para su ingreso al Hilton de Jerusalén, donde se convirtió en jefe de cocina de la cadena de hoteles Eldan. Luego fue chef ejecutivo del Rigal Pacific Hotel; después, chef corporativo de la cadena de cruceros Princess. Años después volvió a Argentina y abrió su primer restaurante, The Food Factory. Hoy, a los 38, Tomás Kalika está al frente de Mishiguene, el restaurante de Palermo que captó la atención internacional y lo llevó a cocinar en el exclusivo Chefs Club de Nueva York y a contar su historia en el New York Times. Ahora acaba de inaugurar Mishiguene Fayer (Av. Cerviño 4417), una propuesta que mantiene su estilo pero en un ámbito más informal y familiar.
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