Un fenómeno hecho en Argentina
Los festivales gastronómicos son una tendencia presente, con sus características, en las grandes capitales de la cultura foodie global. Junto a los programas televisivos de cocina (antes), los libros y luego los reality shows, representan la consagración masiva de los cocineros devenidos en estrellas, reiteradamente retratada por las crónicas culturales.
Multitudinarias y algo caóticas, las ferias definen, en su perfil, la relación de esos profesionales de la cocina con el público. Entonces, como en el caso de Masticar, también son la contracara de la estelaridad: seres apasionados de su metier, preparando y sirviendo sus propias creaciones, a la vista, al alcance de la mano. Al mismo nivel. Verdaderamente cerca.
El secreto mayor de Masticar en el mapa global de las ferias es combinar los amantes del buen comer con los aficionados a la cocina, dos universos que no siempre van de la mano y que en otros festivales se polarizan entre la alta gastronomía (pongamos como emblema el destierro del gorro de chef) y la venta de ingredientes (regionales, sofisticados, típicos...).
Apoyada en la idiosincracia del paladar y el consumidor argentino (al que satisface pero también desafía), Masticar intenta hacer pie en ambas y, además de probar masividad, sirve de espacio de experimentación pero también de espejo de diversidad (tanto en los menúes como en las escuelas culinarias), eclecticismo (originalidad y tradición) y pedagogía (año a año, en la valoración de los productos, en la estacionalidad y en la oferta del mercado de productores).
Más allá de su congénita crisis de identidad (las carnes, los fuegos, el campo, los ríos, la inmigración, la formación en el extranjero), una generación de cocineros y emprendedores logró, finalmente y como parte de un fenómeno global, que exista una escena y una industria alrededor de la cocina hecha en Argentina. En los restaurantes, y también en las casas.
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