Lo que aprendí una noche trabajando como bachera
Tuve diversos trabajos antes de ser periodista, y no todos estuvieron buenos. Fui asistente personal, de esas que tienen que salir corriendo a comprar regalos para hijos ajenos a los que no vieron nunca (con "creo que le gustan las plantas" como toda indicación). Muchos años di clases particulares para chicos de secundario; me acuerdo de un verano, a los 20 o 21 años, en que fantaseé con irme a vivir sola y agarré todas las clases que se me ofrecían. Llegaba al instituto a las 8:00 y me iba a las 21:00, desayunaba café con cafiaspirina plus y almorzaba mientras controlaba el análisis sintáctico de algún adolescente aburrido. Pero todos estos trabajos tenían algo en común: todos eran trabajos "de escritorio", de estar sentada escribiendo o mandando mails, y todos eran (en un sentido bastante dudoso) lo que se conoce como "trabajo intelectual". Como muchos habitantes de la clase media que no pasaron por trabajos físicos, suponía que incluso cuando eran tareas aburridas y situaciones estresantes, la mía era una situación de privilegio: el famoso "tampoco estás hombreando bolsa en el puerto". Pero aunque el prejuicio tenga su cuota de realidad, la cuestión es más compleja: o eso me pareció descubrir luego de pasar una noche trabajando como bachera en Suspiria, un coqueto bar de coctelería en pleno Palermo .
En realidad, cuando llegué al bar para pasar una noche en el servicio, yo pensaba que podría hacer de camarera o incluso (ilusa) preparar tragos; pero solo de ponerme el uniforme y empezar a pispear el funcionamiento del asunto me di cuenta de que eso me iba a exceder. La bacha era un asunto más sencillo, aunque igual cuando me lo explicaron presté muchísima atención, mientras me comía un sándwich de bondiola "para tener algo en el estómago, después cenamos bien": los vasos sucios me los dejaban a la izquierda, y entonces tenía que volcar lo que tuvieran adentro en un balde. Después iban al lavaplatos que se prendía con una perilla y cuando se apagaba la lucecita había que sacarlos, rociarlos con alcohol, secarlos y dejarlos a la derecha para que los bartenders y camareros vinieran a buscarlos cuando los necesitaran. "También podés servirles agua a los clientes, cuando ves que les falta", me dijo la jefa del salón, una chica que no debía tener ni veinticinco años. Entendí que "fajinar" era "lavar las copas", y me explicaron solo una cosa más: que se avisa "voy" y "vengo" cada vez que vas a pasar, como en un partido de voley, ni pedir permiso ni esperar ni nada, se avisa y se avanza.
Yo pensé que se iban a quedar alguien un rato conmigo a ver si había entendido cómo funcionaba, pero no; me lo mostraron y me dejaron sola. En un momento pasó un camarero y vio que estaba poniendo mal los vasos, me dijo "acá van solo los limpios" y se fue; no me lo explicó todo de nuevo, no me dijo "sabés qué, mejor lo hago yo". En lugar de desamparo lo que sentí fue una ráfaga de confianza: ya era parte del equipo, con dos manos y dos piernas ya estaba contribuyendo. Hay algo de la urgencia del servicio que nunca había experimentado en mis otros trabajos: siempre hay gente entrando, siempre hay algo que hacer y si estás te van a usar, no te van a sentar a mirar ni a poner a cuidar la abeja.
Sabiduría en movimiento
A medida que avanzaba la noche el trabajo se me hizo más automático y también más frenético; el número de comensales aumentaba y cada vez me llegaba más rápido vajilla sucia. En un momento el jefe de la barra me llamó: "Tami, vení. Cuando ves que los chicos están muy superados vení vos a buscar los vasos sucios a la barra. No te avisaron porque no entienden que nunca hiciste esto", se reía, pero yo ya me venía dando cuenta. Los camareros, bartenders y demás trabajadores de la barra no son del todo conscientes de todo el conocimiento práctico que van acumulando, conocimiento que a veces ni es verbalizable: es más como una inteligencia física, una forma de moverse entre las mesas, una rapidez en la vista, y después sí, pequeños protocolos ("siempre servilletas abajo de los vasos, y para el agua no usamos los vasos grandes", me sopló una de las chicas cuando les serví a unos clientes recién llegados).
Los roles en el bar no eran tan definidos como yo me esperaba tampoco. Hay algunas tareas asignadas pero en general están todos atentos a todo y lo que importa es que las cosas se hagan, no quién las haga. Al jefe de barra no se le cae ningún anillo si tiene que secar una copa porque la necesita, y si alguien no levantó la mesa no se busca al responsable, la levanta el que la ve y ya: una organización mucho más eficiente y flexible que cualquier oficina en la que yo haya trabajado, y también menos agresiva. Deben tener sus internas, por supuesto, de las que yo no me iba a entender, pero al menos durante el servicio no hay tiempo para eso. La flexibilidad, incluso, se extendía a mí: nadie me miraba mal si tomaba un pedido, y a las dos horas ya me estaban pidiendo que levantara esa mesa, que le llevara esta bandeja a la mesa 4. Me gustó interactuar con la gente, esa sensación de ser invisible (es muy extraño estar de ese lado y darse cuenta de que los demás dan todo por sentado, ni se enteran de lo que pasa en la cocina o en la barra) y a la vez ser útil, no tener que preguntarme (como en todo trabajo intelectual sucede alguna vez) "para qué sirve esto que estoy haciendo": tiene una función clara y los clientes (los corteses, al menos) lo agradecen. Me gustó también esa relación fugaz, no tener que preocuparme demasiado por lo que esa persona piensa de mí más allá de esta noche, que el público se renueve todo el tiempo.
El alivio inesperado
A eso de las doce de la noche, con el trabajo más en automático, ya me empecé a relajar: comentaba cosas sobre los clientes y observaba las dinámicas de los empleados, que están atentos y a la vez tranquilos, que pueden hacerle un chiste a un compañero sin que se pierda el clima de trabajo. El jefe de barra me preguntó si me prendía en un shot, y me sirvió: al momento de brindar cada uno sonríe desde el lugar en el que le toca estar parado, fondo blanco y se sigue. No se anda tomando todo el tiempo en el servicio pero un poquito no es tan grave, se ve. Como me acerqué más a la barra divisé a un famoso conductor televisivo, que me pidió que le encontrara un salero, y también a varios amigos que me miraban con desconcierto. Preferí no explicarles nada y solamente saludar.
Cerca del final del turno paré un segundo y me di cuenta de lo cansada que estaba, pero cansancio del mejor: cansancio físico con la cabeza limpia. Me di cuenta, también, de que no había tenido tiempo de mirar el celular: no sé cuándo fue la última vez que estuve 4 horas seguidas despierta sin chequear redes sociales. A pesar de que tengo problemas de espalda, tampoco me dolía nada: estar parada moviéndote siete horas seguidas, me dijo después la kinesióloga, es infinitamente más saludable que estar sentada ese mismo tiempo. La mitad del equipo se quedaba a hacer el cierre; el resto se iba a buscar una "segunda cena" a BrukBar, un bar de Palermo que tiene la cocina abierta hasta muy entrada la madrugada todos los días y por eso es el lugar favorito del personal gastronómico porteño. "Te hicimos laburar un montón", me decía la encargada como pidiendo perdón, "¿te gustó?". No sé si me creyó cuando le dije que sí, que muchísimo, que mucho más de lo que esperaba. Mientras me iba con el equipo afortunado pensé que, por supuesto, la experiencia de trabajar en la bacha una noche es incomparable con la de hacerlo todos los días, que no es lo mismo que sea tu trabajo que que sea una especie de juego: pero quizás es cierto eso de que una de las cosas más terribles del capitalismo actual es la hiperespecialización. Si pudiera dedicar unos cinco días a escribir y enseñar y dos días a un trabajo en servicio, físico y agotador, personal y a la vez despersonalizado, mi neurosis y mi cuerpo lo agradecerían.
Por: Tamara Tenenbaum
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