Cómo hacer de la pizza un gran negocio
Con productos premium, sabores arriesgados, decoración clásica y moderna y horno a la vista, una cadena transforma la pizza en un plato sofisticado.
Por Cicco / Foto de Ignacio Sánchez
No todo en la vida merece ser motivo de innovación. O, para decirlo de otro modo, no todo producto permite que uno lo haga evolucionar, cual teoría de Darwin, en el orden natural de la vida. Hay ciertas cosas que está bien que sean así, que se mantengan así y que se resistan y pataleen ante la amenaza de cambio. Un puñado de asuntos inalterables e incuestionables como la pizza, la bandera nacional y los paraguas. Pero ¿dijimos pizzas? Ah, qué error de cálculo, pues lo que sigue es la historia del Che Guevara de las pizzas. El emprendedor argentino que se propuso una revolución gastronómica sin precedentes y se metió con el sagrado e inmaculado corazón del argentino: la grande de mozzarella.
Antes de ser el ideólogo que desbarató el despotismo pizzero, antes de ser la mente detrás de la ruptura que ataba al argentino como la mamma, a su trinidad de moscato, pizza y fainá, antes de cometer semejante atropello nacional, Sebastián Ríos era un niño curioso. Su papá y su tío habían llegado de España escapando de la Guerra Civil. Y empezaron en Buenos Aires bien de abajo: como lavacopas. Fueron tan determinados que años más tarde manejaban una cadena de pizza café en un puñado de las esquinas emblemáticas de capital. La cadena se llamaba Ríos de España. Y, por eso, las confiterías tenían nombre a tono: Duero, Ebro, Miño, Tajo. Bien español de los cojones. Seis grandes locales que, en tiempos menemistas, recogían en oleadas a un público que se deprimía con los bares de gallegos y que escapaba de las confiterías con tufillo a piringundín piratón. En los 90, los pizza café eran un éxito. Luces dicroicas, menú popular y contundente, precio accesible, pantalla grande en noticiero fatalista: lo que necesitaba una familia tipo con los ojos puestos en Miami.
En esos tiempos, Sebastián iba a segundo o tercer grado y ya acompañaba a su papá en sus recorridas para supervisar las confiterías. El rubro le gustaba: pedía jugar una hora a ser cocinero, otra hora a ser camarero. Todo lo que a un niño de esa edad podría resultarle un pelotazo en la ingle, a Sebastián le parecía una aventura irresistible.
Cuando completó el secundario, se puso a trabajar codo a codo con sus primos en la empresa familiar. Antes de eso, la familia lo obligó a atravesar todos los puestos de la cadena, esta vez sin juegos de por medio: fue cafetero, sanguchero, lavaplatos. Si quería mandar, primero debía conocer, en carne propia, lo que significa obedecer. Y así entendió uno a uno los eslabones que ponían el sánguche y el café con leche en la mesa de cada día.
En 2001, en medio de la crisis cacerolera, el primo Alejandro, que manejaba la empresa, decidió partir. Y Sebastián, con 22 años, se hizo cargo.
Ver todo desde arriba es otro cantar: Ríos vio cómo con el nuevo siglo las cosas mutaron. Y las cadenas de pizza café -o confitería café- languidecían cual globo pinchado. Sebastián dio cuenta de un fenómeno nuevo. Clientes históricos de sus bares rutilantes y aptos para todo público empezaban a inclinarse por otras opciones de los nuevos tiempos. El por ejemplo histórico local Duero, de Santa Fe y Pueyrredón, se encontraba entre la espada y la pared: un espacio Havanna le sacaba la clientela cafetera, Aroma le captaba la clientela sanguchera, un local de La Juvenil desviaba los clientes que buscaban pastas.
Y ese boom menemista gastronómico por entonces perdía clientes a lo pavote. "Es demasiado abarcativo", les explicaba Sebastián preocupadísimo a sus primos. "Lo nuestro no tiene identidad, no tiene un concepto. Necesitamos especializarnos en un rubro. Por ahí va la cosa". Ríos y dos de sus primos se abrieron de la empresa familia y durante ocho meses convocaron a un dream team multidisciplinario: un grupo de asesores de marketing gastronómico, un estudio especializado en generación de marcas, un estudio de arquitectura y un chef que vivió en Italia y tenía tanta pizza encima que transpiraba mozzarella. Por entonces, era raro que alguien decidiera poner tanto empeño y convocar tanta gente para desarrollar el concepto de un restaurante. Ríos se la jugó.
Tenía algo claro: a pesar de la pinchadura de clientes, en sus locales, la pizza siempre era bienvenida. Era uno de los pocos ítems en sus balances que se mantenía inalterable. Se propuso entonces hacer una cadena de pizzas que llegaran, se dijo, a todos los barrios. "No hay un concepto de cadena de pizzas", repetía al grupo de asesores multitarget. "Cada barrio tiene su pizza tradicional, pero no hay un concepto que las aglutine". Como contábamos al comienzo de esta historia, Ríos se propuso darle un sacudón al mundo pizzero. Buscaba, decía él, mostrar el otro lado de la pizza. Quería desembarcar con un concepto soñador. Un unicornio azul al que él llamaba pizza gourmet. Mientras tanto, apuntaba ideas. Que sea moderno, que se pueda reproducir en otros lugares, que sea gourmet pero no de lujo, con identidad, precios accesibles.
Pensaron en todo, del packaging a los uniformes. Hicieron brain storming debatiendo desde la decoración hasta la presentación sutil, copada y humeante de los platos. En febrero de 2006 abrieron casi en simultáneo dos locales y los bautizaron Almacén de Pizzas. La inversión inicial más la startup les salió US$ 332.000. A los Ríos les gustaba que fuera tradicional y moderno a la vez. Acogedor y tecnológico. Decidió hacer las cocinas y hornear la pizza sin muros, a la vista de todos. En tiempos en los que todo entra por los ojos, qué mejor que ver al maestro pizzero haciendo piruetas cual frisbee con la masa. Pusieron el foco en ser distintos. A la pizza de jamón que normalmente la pijotean con paleta, decidieron meterle el mejor jamón crudo del mercado. Y en cuanto a la mozzarella le pidieron al proveedor que les hiciera una receta solo para ellos.
Desde el día uno, en sus locales lanzaron sabores descolocantes -ellos lo llaman cubiertas-: pizza de queso brie, de salmón ahumado, de palta, de jalapeños picantes. Menús que hasta a Marta Minujín podían parecerle demasiado jugados. Pero la vanguardia pizzera prendió. La idea madre, debatida, decidida y deglutida con el dream team era desplegar una cadena de delivery de pizza gourmet. Pero en un local, como descubrieron que quedaba espacio, sumaron unas mesas. Poquitas nomás: para 25 comensales. A la gente le gustó tanto quedarse a comer in situ -ver a los pizzeros pizzeando es muy tentador- que nunca había lugar libre. Así que, el tercer local, sobre Juramento, lo abrieron con espacio para 45 glotones de la pizza. Con el tiempo, se volcaron tanto o más a los comensales en mesa que al servicio de delivery. Y, en pocos años, Almacén de Pizzas se posicionó como estandarte de la pizza cool, nac y pop.
Abrieron locales propios y luego, en 2009, franquicias aquí y allá y en todas partes. Inauguraron dos en Asunción del Paraguay y, contra todo pronóstico, les fue muy bien. Hoy en día hacen caterings para fiestas a domicilio. Este año lanzan el canal de ferias, eventos y exposiciones, más food trucks. Es decir, un camión pizzero, el sueño de todo mozzadicto. También desarrollaron la venta online. Además, están por cortar la mozzarella en otro local en Montevideo, Uruguay. Y avanzan en el desembarco del Almacén en Bolivia y en Chile. Ahora mismito venden cada año 800.000 pizzas -con 250.000 kilos de mozzarella- y un millón de empanadas. Ya tienen 30 locales y 26 modelos de pizzas. Van y reinciden celebrities como Florencia Peña, Wanda Nara, Valeria Mazza y Facundo Arana.
Y esto es todo, amigos. Así fue cómo, palabras más palabras menos, el niño Sebastián Ríos dejó de ser niño y se transformó en el comandante revolucionario de la pizza gourmet nacional. Combatió contra toda resistencia del conservadurismo pizzero, se metió con la santa trinidad alimenticia argentina y logró con éxito su cometido revolucionario, que espera hacerlo internacional. Hasta la mozzarella, siempre.
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