Experiencia gourmet: "Así viví una noche en el Patagonia Sur de Francis Mallmann"
se viernes al mediodía, comí en un local por peso. Mientras me armaba la ensalada "por pasos", pensaba en lo paradójico de mi día: esa misma noche, iba a comer un menú de pasos, pero nada más y nada menos que en Patagonia Sur. Eran dos conceptos parecidos pero diametralmente opuestos y lejanos en esencia. "¿Hay algún dresscode?" Se me ocurrió preguntarle por whatsapp a Nicolás Cordeiro, manager y director del restaurante de Francis Mallmann. "No hay" fue su única respuesta. ¿Qué ponerme para pasar una noche en un lugar tan inclasificable, que juega tanto con la sofisticación como con la simpleza? Al llegar la noche, después de unas tres pruebas de vestuario, cosa que nunca suelo hacer, improvisé un look y me embarqué hacia una de las orillas del Riachuelo, en La Boca. En una de esas esquinas, existe una casa roja italiana de los años '20, que de afuera solo se ve como un largo pasillo rojo, con una puertita, y a simple vista nadie pensaría que esconde una de las grandes joyas de la gastronomía de Mallmann desde el año 2004.
Junto al fotógrafo y nuestro "chofer" atravesamos el barrio y todas sus particularidades: una murga de unas 200 personas que ensayaba en una plaza gigante; los murales de La Boca, que de noche es como si cobraran una fuerza particular y se despertaran. Después de dar unas cuantas vueltas llegamos a la casa de Francis -porque más allá de ser uno de sus cinco restaurantes, usa la parte de arriba para vivir cuando viene a Argentina-. Eran las nueve de la noche, y apenas cruzamos el umbral de esa puerta angosta, el tiempo pareció detenerse. En este lugar, nadie sabe qué hora es ni dónde está. Los detalles exuberantes, la decoración que no sigue ninguna tendencia, ningún patrón ni estilo, el hecho de no poder ver lo que pasa afuera, porque unas pesadas cortinas de terciopelo lo cubren todo, más la música de jazz envolvente hacen que enseguida uno pierda la noción de tiempo y espacio. Y esa sensación, ya es algo bello.
Nicolás nos recibe sonriente y calmo, como todos los anfitriones del lugar, y nos hace transitar este pasillo eterno, cargado de estímulos de todo tipo. La recepción ya te sorprende con los típicos limones que Francis tiene como fetiche en cada uno de sus restaurantes, dispuestos en fuentones de plata, ya abriendo juego a esta mezcla, entre la naturaleza más salvaje, y la sofisticación más elevada. Se escuchan voces en inglés, más que voces, murmullos, porque esta atmósfera te invita a hablar bajito. Son solo unas mesas: dos mesas con dos parejas, y unas dos mesas más con cuatro personas. "Hoy está llenísimo", nos cuenta Nico. Hay algo muy particular en esto de que solo unas doce personas puedan vivir la experiencia cada noche. Una sensación de intimidad, de ser parte de algo secreto, una especie de logia del goce.
Nos sentamos en el living, en unos sillones que parecen abrazarte. Todo lo que nos rodea, de alguna manera pareciera invitarte a que lo tomes, lo comas, lo uses. Casi como cuando Alicia cae en el pozo y llega a ese extraño lugar en el que todo tenía etiquetas: "Cómeme, tómame". El piso damero, las pesadas cortinas de terciopelo bordó, libros con tapas adorables como uno llamado "Dirty Poem" (de Ferreira Guilar), grandes y antiguas enciclopedias de gastronomía francesa, cuadros gigantes que cuelgan de las paredes, y parecieran mirarte, interpelarte, la colección de vajilla de Astier de Villate inspirada en el Louvre exhibida en una gran vitrina: todo es excesivo y atractivo, dispuesto para que lo mires y pierdas el eje. Federico, otro de los anfitriones, nos trae una copa de champagne con un appetizer: una vieira de Ushuaia con pesto y unos brotes. Nos sorprende el traje abotonado que lleva puesto, y al halagarlo, nos cuenta que son telas de Francia, y que lo confeccionó Romina Savastano.
Nicolás pasa con un velador en mano. Es el que va a iluminar nuestra mesa. Todo está casi oscuro, pero al mismo tiempo perfectamente iluminado. Se escuchan frases como: "this is panqueque?"; "there is no secret". Llegamos a nuestro lugar: una mesita justo al lado de una pareja que desde ya nos advierte: "La merluza negra es lo mejor". Ella es de Olivos, pero desde hace ocho años vive en Zurich, Suiza, con él, que es belga. El trabaja en tecnología informática y ella en galerías de arte; ambos vinieron de visita por unos días y aprovecharon para conocer el lugar. "Todo el mundo allá en Europa tiene el libro de Los siete fuegos de Mallmann y todos vieron la serie de Netflix", nos cuentan. Él dice que allá han ido a comer al Shauenstein Schloss, de Andreas Caminada, un restaurante de tres estrellas Michelin, y aclara: "Yo le pondría una estrella Michelin a este, sin dudas". Ambos comen y cocinan pescado muy seguido en Suiza, y están realmente sorprendidos por el sabor y la textura logrados.
Hay algo en la comida por pasos, y en el no saber qué es lo que te va a tocar, que enseguida te predispone a una situación lúdica, de azar ¿qué vendrá ahora, qué vendrá después, cómo será el paso uno, el dos y el tres? Si bien Federico se encarga de contarte en qué consiste el menú de esa noche, es realmente difícil prestarle atención entre tantos otros estímulos y detalles para observar. En sus palabras: "la onda es estilizar la cena, hacerla más elegante y divertida, que vos tengas más tiempo para disfrutar. Vos no elegís nada, nos encargamos nosotros". Cada uno de los platos de la vajilla está modelado especialmente por la artista Jimena Amaya. De acuerdo a los ingredientes en juego, ella diseña una pieza específica, que parece recién modelada. Las copas también llaman la atención por su fragilidad, y la delgadez del cristal; parecen haber salido de algún palacio francés.
Llega el primer paso: una ensalada de remolachas baby con queso crema natural y chips de ajo fritos. Una composición tan bella que daba pena desarmarla en la boca. Algo que descubrí, es que al combinar todos los sabores del plato de un solo bocado, la experiencia es aún mejor, se termina de entender la combinación de sabor, textura y color. El crocante del ajo frito, combinado con la cremosidad del queso crema y la dulzura de la remolacha baby hervida y luego cocida a la plancha, junto a la emulsión de miel, generaba una fusión interesante. Todas las verduras y frutas son de proveedores orgánicos.
El baño del Patagonia Sur es otro "paso" interesante de descubrir. Está todo empapelado, o invadido por cuadros gigantes con serigrafías de Gustav Klimt hechas en lápiz, casi como bocetos de lo que después fueron sus cuadros. Las paredes amarillas cortan un poco con la oscuridad de todos los demás espacios, y apenas salís te topás con una biblioteca gigante, llena de libros de todos los tiempos. Si pudiéramos definir el estilo de la decoración, podríamos decir que no hay un estilo, porque, como dice Federico "Mallmann no sigue ninguna tendencia". Pero hay algo del concepto del barroco, en ese claroscuro de la iluminación, bien teatral y drámatica, y en el "horror vacui" o miedo al vacío, que puede verse en la obsesión de llenar cada rincón con algo que sorprenda, y te haga preguntarte, ¿y eso de dónde salió? "Es que Francis es un curioso bárbaro, es muy romántico" afirma Fede.
Mientras escuchamos "You don't know what love is" de Chet Baker, Renata, otra de las anfitrionas, nos trae el segundo paso: una ensalada de pata de centolla con hinojos, rúcula, apio y alcaparras fritas, marinada con limón y agua fría. La centolla es de Ushuaia, como ella, que nos cuenta que cuando vino a Buenos Aires a trabajar en el restaurante, en la primera mesa que atendió estaba Bono de U2. Los mozos son muy reservados en cuanto a contar anécdotas, noches locas o situaciones que han vivido en este lugar: todo queda entre esos pocos que lo vivieron. Pero sí nos contaron que han ido bandas como Green Day, Rammstein, y artistas como Roger Waters, Katy Perry, Abel Pintos, Jack Johnson, Shawn Mendes. La música que suena siempre en el Patagonia es el jazz. A Francis le gusta mucho el saxofonista Stan Getz, y también suenan mucho Miles Davis, Bill Evans y John Coltrane.
Un ochenta por ciento de los clientes son norteamericanos, y los demás, europeos, brasileros, y un mínimo porcentaje de argentinos que vienen todos los meses, comen rápido y se van. "El americano se queda más tiempo, y se va como más fascinado" cuenta Federico. Les ha tocado que algún que otro extranjero fuera a festejar su cumpleaños en soledad, parejas que se leen en voz alta los libros de la biblioteca mientras comen, y gente que realmente necesita charlar con alguien, así que los toman a ellos, estos anfitriones de lujo, para contarles de sus vidas. Ellos escuchan, y se interesan por lo que te pasa, por cómo te sentís, si te gusta el plato; parecen realmente disfrutar de ese intercambio.
El tercer paso, una milanesa de berenjena -glorioso su sabor ahumado- con tapenade y huevo frito de codorniz. Todo esto maridado con una de las siete mil etiquetas de vino que tiene la carta. De Malbec, son cuatro páginas; tienen muchos blends, reservas, y los mejores chardonnay del país. No tienen torrontés. Nicolás es el sommelier y encargado de la selección de las bodegas. Nos cuenta que tienen botellas de diferentes tamaños, de litro y medio, de tres litros, de cinco y hasta de seis litros. Y que trabajan con pocas bodegas, pero mucha variedad. Petit Caro es el que tomamos, de Nicolás Catena. Cuentan con muchos vinos de bodegas como Catena Zapata, Catena Rothschild y Chacra. Intentan tener ediciones de varios años de cada vino.
El cuarto paso, un pulpo espectacular, el mejor del mundo, traído de España, con salsa romesco y boñatos fritos. El quinto, un tortellini de calabaza con manteca de salvia y queso cheddar argentino, acompañado por la máxima expresión del panificado porteño: una cremona. "Esa es para mojar en la manteca del plato", aclara Nicolás. Todo cobró sentido al hacerlo. Ya para el sexto, podríamos decir que no necesitás comer mucho más, pero cuando llega, el entusiasmo vuelve a vos: una merluza negra de Ushuaia, a la plancha con un poco de manteca y habas, espárragos a la parrilla, avellanas tostadas en el horno, limón quemado y alioli. ¡Todavía hay un séptimo! La carne argentina, en esta ocasión de La Pampa: una marucha Wagyu llega en un plato con manijas de cuero, acompañada con chimichurri, papas y salsa criolla. Se hace en una parrilla muy chiquita de piedra volcánica, con quebracho colorado. De las más sabrosas que he probado.
Nadie quiere que esta fiesta termine, pero los otros comensales ya emprenden su retirada. "Grracias, grrracias" dicen todos en spanglish y se van. Queda a la vista solamente nuestra mesa, los anfitriones Federico y Renata, y Nicolás, el manager. Llega el octavo paso, una degustación de postres inolvidables: panqueque de dulce de leche quemado, mousse de chocolate con sal marina, flan de dulce de leche con crema y crostata de limón quemado. Es el momento en el que Hugo Ojeda, el chef, por fin siente que puede descansar, o relajarse. Sale de la cocina, se acerca a nuestra mesa con entusiasmo, nos saluda y nos cuenta que si hay algo que disfruta es esa adrenalina que le genera el servicio, que si no sintiera más esos nervios y esa tensión, abandonaría su profesión. Él trabaja hace veinte años con Francis, lo acompaña en sus viajes y eventos, y desde hace unos años está a cargo de Patagonia. Son seis personas en el equipo, que arrancan la mise en place a las cuatro de la tarde todos los días.
El menú mensual
Para armar el menú de cada mes, se inspiran en los libros de recetas de Mallmann, y lo fusionan con lo que a Hugo le gusta, y con lo que vivió y aprendió. Si bien todos los meses cambia de acuerdo a la estación, a los productos disponibles y la creatividad o inspiración del momento, siempre hay pasta, pescado y carne. Trabajan con productos de todo el país, y juegan un poco con lo que consiguen en los mercados; los pimientos son del Norte, los higos de Salta, los pescados de Ushuaia y las carnes de La Pampa o la Patagonia. Solo el pulpo viene de España. Francis no está detrás del armado de la carta de cada mes, simplemente cada quince días pasa y se sienta a comer para ver cómo va todo.
"Es imposible gustarle a todos, pero estamos tranquilos porque sabemos que mucha gente se va contenta" cuenta Ojeda. Al menos yo, me fui feliz de haber vivido una experiencia que no se parece a nada, que no sigue ninguna tendencia; y de haber perdido un poco el eje, la percepción del tiempo y el espacio, para sumergirme en ese mundo del revés en el que todo es bello, armónico, y al mismo tiempo, uno puede ser y hacer lo que quiera, sin restricciones, ni derecho de admisión. A pesar de la elegancia, la perfección de los platos, y la belleza de la atmósfera, en el universo de Patagonia Sur, nada está prohibido y todo puede pasar.
Ocho gloriosos pasos
- Ensalada de remolachas baby con queso crema natural y chips de ajo.
- Ensalada de pata de centolla con hinojos, rúcula, apio y alcaparras fritas, marinada con limón y agua fría.
- Milanesa de berenjena con tapenade y huevo frito de codorniz.
- Pulpo grillado con salsa romesco y boñatos fritos.
- Tortellini de calabaza con manteca de salvia y queso cheddar argentino, acompañado por una cremona.
- Merluza negra con espárragos, habas, avellanas, alioli y limón quemado.
- Marucha a la parrilla con chimichurri y papas cubo con salsa criolla.
- Degustación de postres: Panqueque de dulce de leche quemado, mousse de chocolate con sal marina, flan de dulce de leche con crema y crostata de limón quemado.
Los cuadros que parecen mirarte
Una conversación entre un loro y un cuervo, unos perros cazando pescados con la boca en la orilla del mar, una tejedora, una mujer dando de mamar en un bosque, una secuencia de cuadritos en tonos azules que cuentan una historia; todos esos cuadros y más reposan en las altas paredes del lugar. Artistas como Nahuel Vecino, Sergio Roggerone, Miguel Escobar, Lola Erhart, una artista familiar de Francis, y hasta él mismo, son los encargados de darle vida a ese arte que se ve tan vivo e imponente. Los muebles también tienen una personalidad particular: hay lámparas de pie diseñadas por Mallmann, las paredes son de cuero, y las mesas son tablones donde se trabajaban cueros, y su estructura está armada con rieles de tren. Cada uno de los detalles decorativos son parte de algún viaje de Francis. El hecho de que haya viajado por todo el mundo se ve plasmado en lo ecléctico de sus adornos y diseños: Desde unos pompones egipcios que cuelgan por la escalera que te lleva a su casa, hasta densas alfombras antiguas con flores de colores oscuros, y una salamandra negra gigante que irrumpe en el medio del salón.