Germán Martitegui y la cocina del futuro
El cocinero argentino más elogiado de los últimos años comienza una nueva etapa en su vida laboral: involucrado en un trabajo de investigación sobre productos, productores y ecorregiones de nuestro país, explica por qué la fama y la competencia pueden ser motores de crecimiento personal.
- Germán Martitegui traza las líneas de lo que vendrá
Por Tomás Linch / Fotos Eugenio Mazzinghi
Germán Martitegui no tiene la llave de su restaurante. Y la llave es un elemento importante porque todo lo que se ve desde afuera de Tegui no es más que una puerta negra y una pared bombardeada de esténcil. En el frente de su local, sobre la calle Costa Rica, no hay ventanas ni vidrieras, no hay toldo, alfombra ni recepción. Ni siquiera una ventanita con el menú, para saber qué se come y a qué precio. Si no fuera el restaurante mejor calificado de la Argentina, si no fuera el número 9 en la lista de los mejores 50 del continente y el número 68 entre los mejores del mundo, cualquiera podría decir que se trata de otro local a puertas cerradas de la Ciudad de Buenos Aires. Son las tres de la tarde cuando el chef toca el timbre de su propio restaurante. Lleva un traje azul sobre una remera azul y zapatillas grises. No lleva chaqueta de cocinero ni un estuche con cuchillos, no está tatuado en los brazos, ni tiene una gorra, ni profesa esa prolija desprolijidad del prototipo del cocinero joven y amante de la cocina callejera. Germán Martitegui está impecable, como siempre. Nunca se lo ve transpirado, ni sucio, aun después de terminar un menú para casi 100 personas en el que se sirvieron 600 platos. Si no fuera porque su cocina está atravesando un gran momento de expansión, si no fuera porque su imagen ha invadido los televisores de cientos de miles de argentinos, cualquiera podría decir que se trata de una persona fría y reservada por demás.
El hermetismo de su restaurante no es casual. Martitegui siem-pre fue algo introvertido, un poco tímido y un defensor a ultranza de su vida privada. Hasta hace muy poco trabajaba a conciencia para exponerse lo justo y necesario, para que Olsen –el primer restaurante que abrió en 2001– y luego Casa Cruz –en 2004– recibieran la prensa justa y nada más. Todavía hoy, en el menú de 10 pasos que se sirve en Tegui, dice: “El mejor halago que nos pueden hacer es poner su celular en silencio y guardarlo. Guardemos recuerdos, no fotos. Lo que pasa en Tegui queda en Tegui”.–Tegui siempre o casi siempre tuvo gente –dice–. Lo que cambió fueron las pretensiones del público. El 50 Best no tiene ninguna exigencia más que la que uno se pone. Es imposible ser el mejor porque hay mucha gente que hace las cosas muy bien. Pero cuando alguien viene convencido de que sos el mejor, porque una lista le dijo que lo eras, probablemente te exija mucho más.
–Y vos decidiste ponerte a la altura.
–Si eso existiera así como lo planteás, sí. Decidí ponerme a la altura. Lo que cambió con el 50 Best es que empezó a venir otro tipo de público, gente que le busca el pelo al huevo.
–Y con la televisión tuviste que ceder parte de tu tesoro más preciado.
–Masterchef fue un desafío personal. Nunca había hecho televisión, era una cuenta pendiente y me pareció una buena oportunidad. Siempre fui muy tímido, cada vez que venía alguien con una cámara salía tartamudeando, no quería hacer las notas, quería escaparme. Necesitaba terminar con eso: en la actualidad, ser chef es también comunicar lo que hacés. La gente no solo come tu comida, además te escucha. Fue como haber empezado a jugar al fútbol en primera. De golpe eran 18 horas por día, 12 cámaras, fue un curso acelerado de televisión y de fama. La televisión es otro universo, un mundo paralelo. Tuve la suerte de aprender una profesión completamente nueva en poco tiempo y funcionó. Ya no hay vuelta atrás.
–¿Qué significa eso?
–Uno no sabe lo que le va a pasar hasta que le pasa. Yo nunca pensé que iba a ser así. La gente te ve en su casa, te tiene dentro de su casa y cuando te ve en la realidad se emociona, te quiere tocar, sos un amigo al que ven una vez por semana. La vida cambia, hay que aceptarlo y acostumbrarse. Ya no puedo volver a ser anónimo. Por la calle te tiran muy buena onda y a veces es incómodo, porque uno quiere estar comiendo en un restaurante sin que nadie te moleste y esas cosas no te pasan más.
- El chef en su hábitat natural
UNA SÍNTESIS
Germán Martitegui nació en Necochea el 16 de junio de 1966. Y tal vez la infancia en un pueblo chico es parte de lo que determinó su personalidad. Su vocación por la cocina, en cambio, es producto de la relación con sus abuelas. Parece un lugar común, pero es real: sus recuerdos lo trasladan hacia un niño parado en puntas de pie en la cocina, tratando de alcanzar los ñoquis que su abuela materna hacía descansar toda la noche en sémola para generar una película que les aportara una textura especial. Hay un detalle, con todo esto, que marca también cierto abordaje obsesivo de su profesión o, mejor aún, de su relación con los sabores: el chef ha decidido nunca más comer ese plato, para no transitar la desilusión que significa no poder repetir la situación original. –La conexión hoy es abuela nieto –dice–. Nuestras madres fueron las madres de la invención del lavarropas, hay una generación para la que estaba bueno el supermercado, la comida congelada, el micro-ondas. Tiene sentido, eso las liberaba para que pudieran estudiar y trabajar. Pero es una lógica que tenemos que revisar.
La cocina de Martitegui no termina allí. Los ñoquis de su abuela son apenas el punto de partida. Su trabajo tiene también una profundidad técnica envidiable y una exhaustiva investigación sobre los productos que lo han llevado a una síntesis única de la cocina argentina. Germán estudiaba Relaciones Internacionales en la Universidad del Salvador –quería ser diplomático– cuando su mejor amigo, Hermes, le propuso armar una empresa de Catering. Entonces llegó a la casa de quien fue su mentora, Beatriz Chomnalez. Germán pasó semanas y meses junto a Beatriz, hasta que fue ella quien le dijo: “Te vas de chef a un hotel en Bariloche”. Y así fue, Martitegui tenía 19 años. Después de dos años, viajó a Francia y a Estados Unidos –Los Ángeles–, donde logró mejorar y entender qué estaba pasando en el mundo. A su regreso, comenzó una nueva etapa de su formación con su segundo mentor, Francis Mallmann.
–¿Podría decirse que tu cocina es el resultado de una síntesis entre la escuela estricta y francesa de Chomnalez y el vuelo creativo de Mallmann?
–Yo no sería nadie sin ellos. Se los digo cada vez que los veo. Beatriz Chomnalez y Francis Mallmann cocinaban en Buenos Aires cuando no había ni siquiera champiñones, hacían magia con lo que conseguían. Parecen muy diferentes, pero ni Beatriz es una estricta francesa, ni Francis es un loco hippie que va por la Patagonia cocinando en la nieve. Son muy parecidos, son como un papá y una mamá para mí. Francis es un poeta. Él crea, se reinventa y hoy es el cocinero argentino más famoso en el mundo. Es el que más libros vende. Mauro Colagreco tiene sus estrellas Michelin, yo soy el que está más arriba en la lista de los sudamericanos, pero Francis es conocido a nivel mundial: viene Brad Pitt y le pide sacarse una foto con él. Y si hay alguien a quien nuestro país le tiene que agradecer como embajador de nuestra cultura gastronómica es a él. Hay cientos de cocineros del planeta mirándolo. Los fuegos y las brasas entraron a muchas de las mejores cocinas del mundo después de que él los puso en el centro y les dio visibilidad. Cuando trabajaba con Francis, me tocaba hacer un pescadito en hojaldre con mozzarella y albahaca. De la cocina francesa clásica y cara pasó al mar y a la influencia de la cultura negra. Ahora son los fuegos. Está 10 pasos adelante, se da el lujo de reinventarse cada vez. Si pudiera elegir con quién volver a formarme, los volvería a elegir.
OTRO VIAJE INTERIOR
–Y ahora decidiste emprender el viaje de tu vida.
–Hace muchos años que estoy tratando de conocer más sobre Argentina. Dejar de mirar hacia fuera y mirar hacia dentro. Con los 50 Best sacrifiqué mucho: el precio fue que un restaurante que estaba detrás de una puerta saliera en todas las revistas. Con la televisión sacrifiqué mi vida privada, pero conseguí un capital que me permite hacer muchas cosas. Lo primero de lo que me di cuenta con Masterchef fue que cada palabra que decía era muy escuchada. Si de repente digo “coman guanaco”, al día siguiente puede pasar que se vendan 2.000 kilos más de guanaco. Entonces comencé a tener más cuidado con lo que decía.
- En busca del equilibrio
–Y de alguna manera se genera una presión sobre los cocineros, el público espera algo más que rica comida.
–No sé por qué. Están mirándonos con una expresión que dice “¿y ahora qué vas a hacer?”. Pero a veces sucede. Hay un momento en la vida que es una tormenta perfecta y decís: “Hoy podría pedir cualquier cosa. Con todas estas cosas que conseguí podría pedirle al universo cualquier lujo que me quiero dar”. Y el lujo que me quiero dar es lo que siempre quise hacer, pero ahora está potenciado por esta situación: conocer toda la Argentina de una manera que nunca podría haberlo hecho, conectarme con productores y cocineros del país. Viajar para aprender, de la gente que produce, que hace, de las cosas que la naturaleza nos da en todas las latitudes. Lo puedo hacer solo a esta altura de mi carrera, es una cuestión de tiempo, jamás podría haberle dedicado tanto tiempo. Hay mucha gente que está en la misma situación que yo estaba a los 25 y no se pueden tomar dos años para recorrer el país. Las últimas dos décadas me las pasé cocinando y, además, pagando las cuentas, los sueldos y dedicando mi poco tiempo libre a la creatividad y la investigación.
–¿Es algo que sufren todos los cocineros y dueños de restaurantes?
–El modelo de restaurante tal y como funciona hoy no está pensado para ser rentable. Si pagás el 100% de los impuestos, tenés a todos los empleados en blanco, das el 100% de las facturas y comprás todo en blanco, es muy difícil que tengas una rentabilidad digna de un negocio con semejante inversión. Casi ningún restaurante puede ser rentable y uno como Tegui, de alguien muy expuesto, tiene la probabilidad de recibir más inspecciones. Todo eso termina ahogándote. Tampoco es tan fácil encontrar plata afuera, eso de que los negocios periféricos que supuestamente genera el restaurante ayudan a sostenerlo es difícil. A mí todavía no me pasó.
Acompañado por la Bodega Catena Zapata y dentro de un plan nacional llamado CocinAR, Martitegui comenzó un viaje que lo llevará a cada una de las provincias de nuestro país. El proyecto se llama Tierras y con él relevará documentación audiovisual sobre productos y técnicas, tradiciones y sabores para generar una biblioteca de acceso libre y gratuita. Además, cocinará en los destinos e invitará a los cocineros locales a su restaurante.
–¿Cuál es el alcance del proyecto Tierras?
–De alguna manera es algo que va a quedar. Los que sigan detrás no van a tener que hacer esto. Harán más, harán otras cosas, completarán el trabajo. Esto es información pública y necesaria y lo que pretendemos es un cambio de mentalidad. En Tegui pagás $2.000 y comés un centenar de productos. Sin embargo, la pregunta es cómo hacer para que todos accedan a esos productos. O por lo menos que más gente acceda. También que podamos entender quién los produce, dónde y cómo. No es un proyecto mesiánico, es muy humilde, algo que sale del corazón. Nadie había hecho esto antes: si existiera un libro con esta información sería un manual de cabecera para mí. Este es el momento de cerrar el círculo de todo lo que me pasó en los últimos 10 años y empezar otra vez.
–¿Por dónde empezaron?
–Hasta ahora hicimos dos viajes muy distintos: Misiones y Jujuy. Climas, geografías y situaciones diferentes. Tomamos contacto con gente del INTA, de Turismo y de Cultura para analizar de antemano qué podemos ver, pero después cada provincia es un mundo. Las divisiones políticas han generado diferencias que complementan lo geográfico. Es lógico que Misiones no se parezca en nada a Jujuy: por su geografía, las divisiones son naturalmente distintas. Pero cuando vas a las historias de vida, la división política generó algunas diferencias y rivalidades. Las empanadas son radicalmente diferentes en Salta y en Jujuy, aunque la oferta de productos o la geografía sean parecidas. A mí me divierte un poco esta rivalidad que hay entre provincias. Yo creo en la competencia como motor de la perfección. Es algo que hago con mi carrera. Esas cosas existen y movilizan, esa pasión por la identidad provincial genera orgullo, existe un localismo ligado a la comida que recién ahora logro entender.
Y además te encontrás con el lado B de la gastronomía, los problemas de producción, de consumo.
–Me encontré con productores de quinoa que venden su cereal para comprar arroz en paquete en el supermercado. Vi que algunos productores de papines no comen papines. Me tropecé con un productor de naranjas tomando jugo en tetrabrik bajo el árbol. He visto cosas tristísimas como toda la cultura de pesca del Paraná arruinada por la represa de Itaipú. Por otro lado ves, en tiempo real y en el lugar indicado, la maquinaria que se pone en marcha cuando alguien de mi restaurante levanta el teléfono y dice: “Necesito 20 bolsas de papines para mañana porque viene Mick Jagger”. Entonces Juani de Bioconexión se sube a una camioneta, hace 200 kilómetros por un camino de ripio y le pide a alguien que vaya en burro hasta donde se producen. Las busca, vuelve en burro y Juani las lleva con la camioneta hasta San Salvador, donde sube los papines a un colectivo. Todo es tan difícil, tan a pulmón, tan largo, tan lejos, que cuando lo ves ahí entendés el esfuerzo real.
EL FUTURO
Germán Martitegui parece haberse tomado en serio el rol de comunicador. Su formación como diplomático y su carrera como cocinero se resumen en esta nueva etapa. Su visión política sobre la gastronomía, la producción de alimentos y la forma de distribución es definitiva. La educación tampoco queda fuera de su radar. Su destino encontró un rumbo definitivo.
–¿Tegui es también un restaurante escuela?
–Yo asumo diversas obligaciones en mi vida y una de las que más me importan es lo que sucede con los chicos que trabajan conmigo. Muchas veces es su primer empleo y es relevante que se vayan con algunos valores claros. Tegui debe dar a luz unos cinco cocineros por año y para mí es prioridad que aprendan cómo se trabaja, qué es lo importante, cómo se convive, hacia dónde apunta la cocina. Yo sé que soy una parte fundamental en su futuro porque de acá salen derechos o torcidos. Además de enseñarme a cocinar, Beatriz y Francis me enseñaron a vivir. Eso se hace cara a cara, tienen que ver que llego antes y que me voy después de ellos.
- Tegui y su creador
–¿Darías clases en una escuela de cocina?
–Si tuviera que armar una materia y repetir todos los años lo mismo sería imposible. A mí me enseñaron con el ejemplo y no puedo hacerlo de otra manera. Esto es un oficio, es como ser zapatero y no podés ser zapatero mirando YouTube. Podés pegar zapatos, pero no ser zapatero. Si estás un año al lado de un zapatero, pegando suelas, vas a aprender el oficio, los códigos, las mañas. Esto es un oficio y se aprende con alguien que cocine al lado, aunque no solo se trata de cocinar. El 50% del tiempo se aprenden otras cosas: en Tegui les enseño que cuando se acaba algo no hay que volverse loco, que se puede inventar en el momento, que la perfección no está en la foto del plato, sino en el sabor y en la sensación que se genera en el comensal. Cuando veo que los chicos están entusiasmados y no tienen miedo, hacemos todos platos nuevos una noche. Acá se aprende mucho más que técnica.
–¿Y qué te parecen los proyectos que plantean llevar la cocina a las escuelas primarias y secundarias?
–Me parece fundamental que la cocina vuelva a las escuelas. Que allí se enseñe nutrición, alimentación y cocina. Y que esa enseñanza esté basada, sobre todo, en principios regionales. Que los chicos del litoral aprendan a cocinar y comer mandioca, y los de Salta lo hagan con la quinoa. Lo que está pasando hoy es casi al revés: la ayuda es, por lo general, una caja de comida envasada. Hay guaraníes en la selva misionera que reciben latas de jardinera, arroz parbolizado y otras cosas envasadas cuando siempre vivieron de la caza y de la pesca. Se genera una desconexión abrupta, un cambio cultural que detrás arrastra otros cambios. Hay que preguntarse si esos valores y necesidades urbano-capitalistas no se vuelven contradictorios en determinados contextos.
–La cocina en el mundo tiende hacia algo simple y con un acceso más inclusivo. ¿Cómo entra Tegui en esa ecuación?
–No es la música, no es el servicio, no es la ambientación. El futuro de los restaurantes está en el sabor. La manera en cómo se encare esa búsqueda será diversa, aunque me entristece un poco pensar que lo único que se haga con unos espárragos sea tirarlos arriba de una plancha y servirlos sin nada. Se puede hacer mucho más. Si considero que un producto no se puede mejorar, no lo toco. Pero tampoco nivelar para abajo, no todo es un restaurante sucio con la cocina tirada y mucho sabor, se pierde un poco la magia. Francis, por ejemplo, lo hace rústico, pero no lo hace así nomás. Uno ve 500 pollos colgados y dice “qué pavada”. Pero todos esos pollos están a la misma distancia de un fuego que tiene una temperatura específica. Todos los días me levanto pensando en cómo llegar a más gente con mi cocina, es algo que me desvela. Quiero bajar costos sin perder la poesía de las cosas.
–Cocina rica para muchos...
–Hoy el mundo está mirando la Argentina, está mirando los productos de nuestro país y hay ayuda para que esto crezca. Lo que falta es información. Hay que marcar un camino, para qué lado ir: decir que no es el jugo en tetra y hacer algo con esas naranjas. No es la soja, el mundo valora los productos regionales. No son las grandes cadenas de supermercados, ni las semillas genéticamente modificadas: el futuro está en los pequeños productores y en la suma de todos ellos. Buenos Aires no es la salvación, la salvación está en el lugar donde nacieron los productores. Se trata de un cambio cultural que va a tomar décadas.
Entonces Germán termina la entrevista tan impecable como la comenzó y se prepara para la producción de fotos. Ya no tiene miedo y aquella timidez original de sus primeros años fue metabolizada en una certera convicción. La sobreexposición que tanto lo atormentaba es ahora un capital que juega a su favor. Martitegui abrió la puerta más pesada e invisible de su vida, transformó sus defectos en herramientas de crecimiento. De eso tampoco hay retorno.
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