12 horas a las brasas: el día que viví en una parrilla porteña de lujo
Una cronista visita uno de los restaurantes más emblemáticos de Palermo para entender cómo funciona; entre bifes y clases de inglés
Pasan los intercambios y sigo sin entender de qué están hablando. Son las 11 de la mañana, y todos los viernes a esta hora en Don Julio hay reunión de encargados. Les dije que no me explicaran nada, que hicieran como que no estoy, pero ya me estoy arrepintiendo. Son cinco en la reunión: la encargada de administración, la encargada del turno del día, el parrillero, el cocinero y el manager general, que es quien me hace de guía. "La cámara hoy es un desastre", dice el parrillero, "si vas ahora está lleno de ojos". ¿Ojos? ¿Un cajón de lleno de ojos de vaca congelándose en la cámara de frío? "Los ojos están todos apretujados", repite esta vez la encargada de administración.
"Cuando estaba el otro pibe estaba muy bien la cámara", dice el cocinero, que, por lo que voy entendiendo es el responsable del tema que se conversa. "Es que uno solo tal vez no alcanza", interviene mi guía. "Ahí es donde hay que poner el ojo", dice el cocinero, y me complica más todavía: ¿era una metáfora lo de los ojos? "Pero él no es es ojo, él es el soldado", dice seca la encargada, "es tu mirada lo que determina lo que está bien o está mal", y ahí me doy cuenta de que eso que parecía seriedad era una especie de calidez, una muestra de confianza. Deciden hacer un cambio a partir del miércoles: incorporar otro ayudante a la cuestión esta de los ojos que todavía no entendí. Toman mate, se ríen, y esa tensión que parecía regir el ambiente desaparece en una sola sacudida, como si nunca hubiera existido. "Lo más importante es que la carne esté bien", vuelve la encargada. "Si hicimos todo ese esfuerzo en la cámara y después está apretada, no va". Ojos de bife, claro, no sé cómo no se me ocurrió; supongo que porque pensé que no había problema en que la carne estuviera apretada. El parrillero me lee la incertidumbre y me termina de explicar: no es un tema de sabor ni de bromatología. Lo que pasa es que si los bifes están apilados en lugar de estar apoyados uno al lado del otro se tarda un poco más en contarlos y eso entorpece el servicio. En estos detalles está una parte importante del secreto de Don Julio. La otra parte, por supuesto, está en la carne.
De 9:00 a 12:00: entre carnes
La actividad en Don Julio empieza a las 9, cuando se abren el restaurante y la casa de producción. Marcelo, encargado de la carnicería, me muestra sus dominios: un ambiente chico donde corta la carne, una bacha, una cocina donde se elabora el pan y la cámara donde guardan la carne, a una temperatura entre 1 y 3 grados. "El tren", le dicen a cada uno de los bifes de costilla enormes que cuelgan del techo, y cuando lo veo a Marcelo cargándose uno sobre el hombro entiendo la metáfora. Marcelo me señala un par de pedazos enormes: "novillos campeones de la Rural", dice, "el frigorífico nos los guardó especialmente". Son bifes que vienen de animales de 800 kilos; los que suelen recibir en Don Julio rondan los 400. En este momento hay 40 bifes colgados.
Marcelo tiene todos los números en la cabeza. Dados los distintos procesos hay que saber exactamente cuánto se vende y cuánto se compra, porque la carne no puede estar madurando ni un día más ni un día menos. El circuito de maduración en Don Julio (la maduración es la última moda en el mundo, aunque sea estrictamente un proceso antiquísimo), conocido como wet age, es así: llega un tren de bife con hueso, se estaciona una semana y luego Marcelo lo limpia y lo separa en ancho y angosto. Una vez que se cortó se envasa al vacío y empieza el segundo proceso de maduración (15 días).
En Don Julio hacen muchos experimentos. Una cosa que querían probar, por ejemplo, es lo que pasa al tratar con animales más grandes; por eso empezaron a trabajar con "los olvidados". Me lo explican así: un productor tiene sus vacas, cada tanto viene en camión, se las lleva al frigorífico. Pero el camión lleva un número X: supongamos que le entran 50. La vaca 51 no entro en el camión; hasta que vuelva el camión la vaca ya es más dura porque es más vieja, más grandota, tiene más grasa, ya no se la pueden vender a ese mismo comprador, "es como una vaca loser", me dicen. Entonces se empezaron a interesar en esos animales y a pedirlos. Esos bifes atraviesan un proceso diferente: quedan colgados 30 días, se limpian y se sirven sin pasar por envasado. No está en carta, es un producto discontinuo, y se lo ofrecen a viejos clientes, o a quienes tengan curiosidad por una sutileza como esa.
En Don Julio no se desperdicia nada: con la grasa de la carne se hace el pan (se le siente el gustito salado y untuoso) y con el recorte de los bifes se rellenan las empanadas. En la casa de producción también se elaboran, desde hace poco, embutidos originales: un salame de potro, una longaniza de cerdo. Las tripas son todas "de verdad" y parecen insumos de laboratorio ordenadas de mayor a menor en la mesa de Marcelo, limpias y vacías.
Detrás de escena
El turno del mediodía lo paso en la cocina, "así de paso ves el cierre", me dice mi guía. Cuando contesto que me puedo quedar hasta las 12 si es necesario todos se ríen. En Don Julio no hay horario de cierre: la parrilla cierra a la 1 pero el salón cierra cuando se vaya el último comensal, así sean las 3 o 4 y media de la mañana, como les pasó hace poco.
En la cocina de despacho se prepara todo lo que no es carne ni pan. Todo se hace en el momento; el olor delicioso es de los morrones recién hechos. Sin sacar los ojos del trabajo los cocineros me van contando sus trayectorias. Miguel trabaja en Don Julio hace 6 años y 7 meses. Está haciendo empanadas con la marucha que sobró de los bifes. Otro hombre, que no se presenta, está haciendo papas fritas con la técnica perfecta de Don Julio: doble fritura, una menos caliente primero para que queden tiernas y una intensa al final para dejarlas crocantes. Le miro la cara: no se presenta porque nos vimos a la mañana, cuando él estaba arreglando una pared en la casa de producción. Hugo trabajó en la obra de Don Julio, le gustó y se quedó; es encargado de mantenimiento y también cocinero.
Miguel empezó de bachero, como casi todos los jóvenes que llegan a Don Julio; si se entusiasman se abren dos vías posibles, la cocina y el servicio. Quienes se queden en la cocina pasarán a ser ayudantes de cocina, cocineros, o parte del equipo de parrilla. En el servicio, de bacheros pasarán a commis, los ayudantes de los mozos, luego a mozo y tal vez a encargado. Ese es el camino que hizo Dani, el encargado de la noche. Está en Don Julio hace doce años, desde los diecinueve: "llegué a Retiro un 13 de septiembre a las 6 de la mañana, a las 10 tuve la entrevista y a las 6 de la tarde estaba laburando", cuenta orgulloso con su tonada formoseña.
A las 4 menos cinco llega una mesa de once: los mozos la sirven sin que se les caiga una mueca. Ni bien el último cliente atraviesa la puerta para irse empieza el cierre, que incluye siempre la mise en place del turno siguiente, para el que falta mucho menos de lo que yo me imagino.
Un sommelier, una profesora y un turista desesperado
"Esto te puede servir de nota de color, ¿no?", me dice mi guía, y me señala una mesa larga. Los mozos de la noche están en una clase de inglés. Todos los viernes, hace cinco semanas, viene la profesora y les enseña a conversar. "The tip is not included", dice ella con acento docente. "Yo no sé nada de inglés pero esa me la acuerdo siempre", se ríe uno. Otro cuenta que la semana pasada tuvo un problema con las potatoes y las sweet potatoes. Son zalameros y la profesora parece contentísima. "Ya somos intermedios, ¿no?", pregunta uno de los más chicos, y ella sonríe.
Bajo a la cava con Luciano, el sommelier. Su cara y sus anteojos redondos me suenan: lo tengo del Museo Evita, donde trabajó como bartender. La colección de vinos es impresionante: 14 mil botellas. Se dividen entre la cava de servicio, donde están los vinos de la carta, y la cava de guarda, donde se estacionan vinos de altísima gama, añadas especiales, botellas firmadas y demás excentricidades. Luciano aprovecha la infraestructura y también guarda vinos suyos ahí. Trabaja solo en el turno de la noche, por eso se ocupa también de capacitar a los mozos para que puedan recomendar vinos al mediodía. Pero su trabajo no termina cuando finaliza el servicio, a la una. A esa hora, él y Pablo (el dueño) empiezan una cata a ciegas que nunca incluye menos de treinta botellas. Van anotando los resultados y con eso luego arman la carta. A veces invitan a algún mozo o a algún cliente muy antiguo. "Pero es una cata profesional", me dice Luciano, "se escupen todos los vinos". El que no lo entienda, está bajo su propio riesgo.
Mi guía me habla de Pablo, que justo está de vacaciones. El resto del año está en el servicio, como lo hace desde los dieciocho años cuando sus padres compraron el local. Don Julio es una parrilla de lujo, pero estrictamente sigue siendo un restaurante atendido por sus propios dueños. Mientras tanto, aunque todavía haya luz, empiezan a llegar los primeros comensales de la noche; son las siete en punto. Se oye chino, inglés, portugués y un idioma de Europa del Este que no puedo identificar. Pepe, el parrillero, saca una bandejita con todos los cortes para mostrarle a una pareja. Le pregunto por los puntos: me dice que ellos siempre recomiendan jugoso, pero que "jugoso" en Don Julio es muy jugoso, "el jugoso de los extranjeros". Igual el soberano es el cliente, y si quiere una zapatilla se le servirá una zapatilla; y el otro extremo también. "¿Conocés a Elizabeth Checa, la crítica gastronómica? A ella le gusta vuelta y vuelta pero apenas más hecho; algo parecido a lo que los extranjeros llaman rare. Así que nosotros a ese punto lo llamamos 'punto Checa'", me cuenta Pepe. Diego, un mozo que lleva tres años en Don Julio, cuenta que un inglés le pidió una vez "un minuto de cada lado"; Pepe se acuerda, "ni sellado es eso".
Son solo las 8 pero el salón ya está lleno; el día está para mesas en la vereda de modo que no hay tanta cola, pero aquellos que llegan sin reserva calientan el ambiente. La recepcionista les ofrece una copa de champagne y una empanada de cortesía, pero les advierte que la espera será de una hora. "Vinimos especialmente de San Pablo a comer en Don Julio", dice un brasileño, cortés pero insistente. En la cuadra de enfrente da vueltas a la manzana un grupo de runners, que cada tanto se quedan sin lugar y cruzan a la de Don Julio; los mozos los esquivan con su sonrisa a prueba de balas. "Ya hiciste un cortado", me dice Daniel, el encargado, mientras le hace una seña a un commis que se colgó conversando con los parrilleros, "de acá para la noche es más o menos lo mismo". Voy agarrando mis cosas; si sigo mirando lo que sale de la parrilla me voy a tentar sin remedio, y en Don Julio no hay lugar hasta la semana que viene.
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